
Estamos en el Mes de la Patria, a pocos días del 18 de septiembre y de la celebración del Te Deum, acción de gracias a Dios por los bienes dispensados en su Providencia a lo largo de más de doscientos años de vida emancipada.
Hacemos fiesta por la alegría de Chile, con su cielo azulado, sus campos de flores bordados, su majestuosa blanca montaña y su mar que tranquilo lo baña. Con razón cantamos que nuestra Patria “es la copia feliz del Edén”. Pero si agradecemos a Dios la belleza de nuestra geografía, también queremos que sea realidad el “futuro esplendor” de todos los habitantes del país.
La celebración de las Fiestas Patrias es una instancia de unidad, como de hecho percibimos año tras año para estas fechas. Quizá es porque de alguna manera nos sentimos todos vinculados a la memoria de un mismo pasado que explica el presente. La esperanza de un “futuro esplendor” está condicionada por la fidelidad a nuestras raíces cristianas.
La Patria hace referencia a un modo de paternidad “espiritual”, en analogía con lo que es un padre de familia. La Patria es como un padre que transmite vida destinada al desarrollo de las personas hasta alcanzar su plenitud humana individual y social.
Así como cada uno de nosotros tiene cambios a lo largo de la vida, porque crece y madura, pero conservando intacta su identidad personal, así también la Patria. Hay una identidad nacional transmitida por nuestros antepasados. Nuestra cultura que nos define como nación es una herencia recibida.
El desarrollo orgánico de la sociedad, coherente con la propia identidad transmitida a lo largo de generaciones y de siglos, cohesiona la voluntad de todos sus miembros en un proyecto de futuro cargado de esperanza. La prevalencia de la identidad nacional hace converger e integrar la pluralidad de modos de ser y de pensar en la colaboración de un país cada vez más justo y fraterno. Reconociendo el “alma cristiana” de Chile estamos llamados a ser colaboradores de un orden social en el que todos sean considerados según su intrínseca verdad y bondad.
La no consideración de la herencia cristiana en el desarrollo de la vida social nos ha llevado a la actual descomposición del tejido social y al desprecio de la vida humana. ¿De dónde surge la corrupción, la violencia, la inseguridad, la delincuencia, el suicidio juvenil, la droga, la desintegración de la familia, el rechazo al matrimonio y a ser fecundos en la transmisión de la vida?
La respuesta es la ausencia de un proyecto con el cual todos nos sintamos identificados. La unidad no es fruto de un consenso voluntarista o de una imposición totalitaria. En definitiva solo une la verdad, el bien y la belleza. El vínculo definitivo que unifica la riqueza plural de las personas en la sociedad es Dios vivo y verdadero, personal y trascendente.