La Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María nos habla del misterio de quien es la “llena de gracia” (Lc 1,28). A estas impresionantes palabras del Ángel Gabriel, María responde llamándose a sí misma “esclava”: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). La gracia del Espíritu Santo fue preparando el corazón de María desde su misma concepción, de modo que a lo largo de toda su vida fue siempre y plenamente obediente a la Palabra de Dios.
María “guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). La obediencia de María a la voluntad de Dios no es ciega ni irracional. Al contrario, Ella, cuando no entiende lo que le dice el Ángel, trata de comprender el significado de sus palabras: “Ella discurría qué significaría aquel saludo” (Lc 1, 29).
María escucha con corazón humilde y creyente la explicación del Ángel y, comprendiendo en la fe la voluntad de Dios, la acepta plena y dócilmente.
Hay un texto paradigmático del Evangelio de San Lucas en el que se dice explícitamente que María no comprendió la respuesta de Jesús cuando Él se quedó tres días en el Templo a la edad de doce años. ¿Qué hace Ella? No contradice a su Hijo, sino que recibe sus palabras, las conserva cuidadosamente en su corazón y las transforma en oración (ver 2,50-51).
María, la bendita entre las mujeres y a la que todas las generaciones llamarán bienaventurada (ver Lc 1,42.48), es para nosotros un modelo de fe y de confianza en el Señor, de escucha de la Palabra de Dios, de obediencia a la divina voluntad, de oración constante, de servicio a los demás y de proclamación de las grandezas del Señor (ver Lc 1,39.46).
El misterio de la Inmaculada Concepción significa que la Virgen María fue preservada del pecado original en previsión de los méritos de Jesucristo y que a lo largo de toda su vida fue llena de gracia, sin haber ofendido jamás a Dios con algún pecado personal.
Esta gracia especial concedida por Dios a la Virgen María desde el mismo instante de su concepción, está también destinada a nosotros, “por cuanto que en Cristo nos eligió Dios antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados en el amor” (Ef 1,4).
La Virgen María nos hace comprender, al ver lo que Dios hizo en Ella, lo que Dios quiere hacer de nosotros, que experimentamos cada día el misterio del pecado en nuestras vidas. El Señor quiere manifestar la omnipotencia de su misericordia, haciéndonos pasar de nuestra condición de pecadores a ser sus hijos santos e inmaculados.
A esto se refiere san Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que, como reinó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5,20-21).
