
Nadie de nosotros espera volver a ver vivo a quien hace sólo algunos días vimos muerto y
asistimos a su sepultura. Aunque ese muerto haya sido el más exitoso de los hombres y
hubiese vencido todas las batallas de la vida, sabemos que en la batalla decisiva fue
derrotado por la siempre victoriosa muerte.
Así también pensaron los discípulos de Cristo, las santas mujeres y los mismos apóstoles.
Todos ellos van al sepulcro para encontrarse con el cadáver de quien el Viernes Santo fue
crucificado y sepultado. Por eso el ángel les tiene que anunciar: “¿Por qué buscan entre
los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24,5-6).
Sólo Aquel que dijo “Yo Soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11,25), podía, después de
haber sido engullido por la muerte, eliminar el castigo que inexorablemente pesaba sobre
todos los descendientes de Adán. En verdad, Cristo es el primero en cantar ¡Victoria! Sólo Él
pudo desafiar a la muerte, diciéndole: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro, tu victoria?” (1 Cor 15,55).
Desde que Cristo resucitó, la muerte dejó de tener la última palabra en el drama de nuestra
existencia humana. Jesucristo, Palabra de Dios hecha hombre para nuestra salvación, “ha
destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio”
(2 Tm 1,10).
Cristo nos ha rescatado de la muerte y de la eterna condenación. Nos comunica su vida
inmortal y nos hace partícipes de su condición de Hijo por el nacimiento de lo alto del agua y
del Espíritu Santo. El Bautismo nos abre las puertas para nacer del Espíritu, que nos
conduce a la vida eterna, y superar el nacimiento de la carne, que nos conduce a la muerte
(ver Jn 3,6).
La Resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza, de
nuestra alegría y de nuestra paz. Miramos siempre nuestro presente a la luz del amor del
Señor y nuestro futuro con la confianza puesta en la providencia divina. ¡Lo mejor está por
venir! En Cristo, vendrán cielos nuevos y tierra nueva.
Cristo victorioso “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón
Pascual).
La victoria de Cristo es nuestra propia victoria, “porque todo lo que ha nacido de Dios
vence al mundo; y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).
Por la gracia de la Resurrección de Cristo y la “parresía” o valentía del Espíritu Santo,
estamos llamados e impelidos a anunciar el Evangelio a todo el mundo, sin miedo.
Digámosle a un mundo que busca a Cristo entre los muertos –y por eso es un mundo en
que prevalece la cultura de la muerte- “¿Por qué buscan entre los muertos al que está
vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24,5-6).
Creamos en Cristo resucitado y veremos que se establece en este mundo la civilización del
amor.