REFLEXIÓN SACERDOTAL MIÉRCOLES SANTO 2019
Hemos vivido unos años centrados en los sacerdotes católicos. Sobre todo, como nunca antes, en este último año. Todos sabemos por qué. Hoy quiero también yo centrarme en el sacerdocio católico y en aquellos que hemos sido elegidos, llamados, consagrados y enviados como sacerdotes de Jesucristo y de su Iglesia. Además del motivo ya señalado, me mueve la providencial coincidencia de que en este año cumplen veinticinco años de ordenación sacerdotal nuestros hermanos Juan Catrilef (25 de marzo), Clobert Suazo (7 de mayo), y Patricio Barriga y Francisco Peralta (28 de mayo). Son sus bodas de plata. Y también se cumplen 10 años de mí consagración episcopal, el 19 de abril, día elegido no por mí, sino por don Sixto, quien me comunicó que sería el Domingo de la Divina Misericordia. No podría haber sido mejor fecha. Por eso se lo agradezco al Señor y a don Sixto.
Después podemos pedirles a nuestros hermanos sacerdotes que nos hablen de sus veinticinco años de ordenación. Por parte mía, puedo decir que estos diez años se han pasado volando. También les puedo decir que desde un comienzo asumí la Diócesis de Villarrica como mi casa, mi comunidad cristiana, la esposa amada. La siento mi hogar, porque lo es. Nunca he extrañado nostálgicamente la Diócesis de Santa María de Los Ángeles. La recuerdo con cariño, pero no la echo de menos.
Ha habido dificultades, parte de las que yo soy también responsable a causa de mis pecados, debilidades, inexperiencias y carencias humanas. Pido perdón al Señor por todo el mal que haya podido hacer y por el bien que debiendo haber hecho, no lo hice. También pido perdón a quienes pude ofender: a mi hermano obispo, don Sixto, a mis hermanos sacerdotes y diáconos, a mis hermanas religiosas y a mis hermanos laicos. Sobre todo pido perdón al Señor por el gran pecado de omisión, que no es haber amado como debería ser: a Dios por sobre todas las cosas y a los hermanos como Cristo los amó (cf. Jn 13,34).
Agradezco al Señor todo lo que Él ha querido para mí en estos diez años de episcopado en la Diócesis de Villarrica. Y les agradezco a los fieles en general su acogida, su sentido de fe y su participación en la misión de la Iglesia. Les agradezco especialmente a ustedes, hermanos sacerdotes, su entrega a Jesucristo, a la Iglesia y a los fieles. Les agradezco sinceramente su generosa colaboración en el día a día a través del ejercicio de su ministerio.
El ministerio sacerdotal y episcopal en la Iglesia es un don del Corazón de Cristo que permanece siempre en Ella porque Él permanece siempre fiel a su promesa. El amor de Cristo y su fidelidad son la clave de la fidelidad de cada sacerdote -una persona de carne y hueso, “tomado de entre los hombres” (Hb 5,1) con sus pecados y debilidades -, constituido sacramental y ontológicamente en otro Cristo y llamado a desarrollar en su vida personal y comunitaria su configuración sacerdotal con Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. Vivir en el corazón, en la intimidad de la habitación y en medio del mundo la consagración plena a Jesucristo es la mejor respuesta del sacerdote a los cuestionamientos que se hacen al sacerdocio ministerial católico.
Para nosotros, el tiempo que nos ha tocado vivir es el mejor de todos. La providencia divina, que es siempre amorosa y nunca se equivoca, es la que nos tiene aquí, ahora. Nuestra perspectiva no es nostálgica de un tiempo en que la Iglesia lideraba las encuestas y todos esperaban su parecer, tampoco es una consideración utópica de una futura Iglesia quizá aceptada por todos con la condición que se adapte a categorías culturales de moda. Nuestro sacerdocio depende sólo de Jesucristo, “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8), porque es participación de su único y eterno sacerdocio. Jesucristo es la referencia insustituible de nuestro ser sacerdotal, de su identidad y de su ejercicio ministerial. Por eso es un sacramento que imprime carácter y se transmite en la Iglesia por la sucesión apostólica desde la institución de la Iglesia por Jesucristo.
El sacramento del orden sagrado, que imprime carácter, es lo que asegura que nuestro sacerdocio sea, primero, participación del de Cristo y, luego, que sea actual, es decir, que tenga aquella misma eficacia de Cristo cada vez que se celebra un sacramento, por el cual no solo se significa, sino que también se realiza la gracia de Cristo. Nuestra identidad sacerdotal la hemos de creer, tal como la creen los fieles cristianos cuando recurren a nuestro servicio sacerdotal. Por el don de la fe, ellos tienen la certeza de que el sacerdote les absuelve los pecados, y sólo él. Y no dudan ser verdad que el sacerdote – y sólo él- puede convertir el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre.
Hoy el mundo -más allá de la intención con que lo haga- nos interpela, a nosotros sacerdotes. Los fieles, quizá desconcertados, también nos exigen ser lo que debemos ser. Por eso la respuesta fundamental a los cuestionamientos respecto al sacerdote no es primeramente la adaptación, la prevención, el comportamiento moral y la aplicación del Código de Derecho Canónico. Todo ello tiene su lugar, su importancia, su prioridad y su tiempo. Hay que saber ubicar cada cosa en su lugar.
La respuesta fundamental es una respuesta de fe: qué es el sacerdocio ordenado, cuál es su identidad perenne e irrenunciable. Se entiende que esto está intrínseca e indisolublemente unido a la identidad de la Iglesia. Pero no es el momento de irnos por ese lado.
Nuestra participación en el único y eterno sacerdocio de Cristo es una realidad de fe. Y es también el motivo de nuestra esperanza. Muchos se preguntan: ¿Qué sentido tiene hoy el sacerdocio? ¿Por qué un joven normal quiere ser sacerdote? Esa respuesta no la puede dar el mundo, sólo se puede dar desde la fe en Jesucristo y desde la esperanza: el Señor es siempre fiel, nunca defrauda. Tenemos una esperanza cierta que el Señor hará inmensamente feliz al sacerdote fiel y le hará fecundo en su ministerio en las cosas que se refieren a Dios. Es la esperanza teologal surgida de la fe de que el sacerdocio es cuestión de amor. El amor redentor de Cristo es la fuente de la salvación del mundo. El sacerdote es instrumento de ese amor, sobre todo, por la celebración de la Eucaristía. El mismo sacerdote se alimenta y vive de la Eucaristía, porque también la necesita para que en él crezca Cristo y su amor y alegría.
El misterio del sacerdocio y de su eficacia viene del hecho de que Cristo está siempre presente y operante en su Iglesia que es su Cuerpo. El misterio de Cristo y el del sacerdocio se incluyen mutuamente: porque Cristo está presente en su Iglesia, el sacerdocio puede existir y adquiere toda su razón de ser; y porque en la Iglesia existe el sacerdocio, Cristo puede estar presente en Ella y realizar su obra de salvación, trascendiendo los límites del tiempo y del espacio.
El ser del sacerdote está siempre asegurado por el carácter sacramental. Por lo mismo, hay que asegurarse que la comprensión del sacerdocio ordenado sea la verdadera, porque de ello dependerá el modo de vivir -qué pienso, qué hablo, qué hago o no hago, qué leo, qué veo, cómo descanso, cómo me alimento, cómo duermo, cómo me relaciono con el dinero, cómo vivo mi sexualidad…-. Y de la comprensión de la propia identidad sacerdotal dependerá cómo ejerzo en concreto mi ministerio. El Papa Francisco nos ha hablado muchas veces del modo concreto como debemos ejercer nuestro ministerio.
La identidad sacerdotal va muchas más allá de modos externos, importantes por la dimensión testimonial y de signo del sacerdote en medio de la sociedad, sobre todo la secularizada, pero que pueden variar según las épocas, los lugares y las diversas tradiciones teológicas, litúrgicas y disciplinares presentes en la Iglesia desde sus comienzos.
El sacerdocio no se reduce a un solo “ministerio”, “oficio”, “servicio”, “función”. Todo ello es parte de nuestro sacerdocio. Pero él es mucho más.
Los habitantes de nuestra Diócesis son en su gran mayoría religiosos. Aún se conserva muy arraigado el sentido de Dios. Todavía está la comprensión sagrada de la realidad y, por lo mismo, se respeta al sacerdote como el hombre de lo sagrado, como alguien elegido de Dios para una misión religiosa, es un intercesor. Pero es algo que poco a poco se va diluyendo. Llegará un tiempo, también en nuestra Diócesis, en el que predominará culturalmente el secularismo y la religión, la Iglesia y el sacerdote pasará a ocupar el último lugar.
Que la sociedad tenga una buena o una mala consideración del sacerdocio, que nos tengan en las alturas o en los abismos, no debe hacernos olvidar la identidad sacerdotal. En caso contrario, si estamos en las alturas, nos la creemos y estamos tentados a actuar como “los jefes de las naciones que las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder” (Mt 20,25). Pero si estamos en los abismos, nos puede pasar como los Apóstoles, que nos encerramos por miedo (cf. Jn 20,19).
Hoy la Iglesia nos enseña qué es el sacerdocio. Lo ha hecho principalmente en el Concilio Vaticano II y, como fruto de él, los Papas Santos Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. También el Papa Benedicto y últimamente Francisco. Ellos nos actualizar el misterio del sacerdocio “partiendo de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando por los dos mil años de la historia de grandeza y de santidad, de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha escrito en el mundo, ha de llegar hasta nuestros días” (Benedicto XVI).
El sacerdote, en relación a los demás, debe ser siempre un servidor: “No ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será su esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,26-28).
La fidelidad a Jesucristo se expresa en la vida cotidiana, en la entrega de la vida al Señor. Es una vida caracterizada por el servicio, por hacerse esclavo de los demás. Esta actitud externa, moral, tiene su raíz, su fuerza en la participación del sacerdocio de Cristo. Por la gracia comunicada en el sacramento del orden, es posible vivir el ministerio sacerdotal como un permanente de la propia vida a Cristo, a su Iglesia y al Santo Pueblo fiel de Dios.
La fidelidad es una exigencia de todo compromiso humano. Mucho más lo es para el sacerdote, que públicamente ha hecho unas promesas en su ordenación y que año a año se renuevan en la Misa Crismal. Hoy a los sacerdotes se les puede aplicar este texto de San Pablo: “Dios a nosotros, los apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo” (1 Cor 4,9).
La exigencia de fidelidad nos viene de nuestra adhesión a Jesucristo, pero se ve reforzada por las actuales circunstancias eclesiales y sociales. El signo más fuerte, el mejor testimonio, la pastoral más eficaz será la fidelidad como adhesión plena a Cristo, a la Iglesia y al sacramento del orden. Es una fidelidad totalizante, que abarca todo el ser y el obrar del sacerdote. A la luz de esta fidelidad se comprende que Cristo nos llame servidores y esclavos de los demás.
Ser “esclavos” quiere indicar que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. Somos propiedad de Cristo, de la Iglesia y de los hermanos. No hay separación entre la vida privada del sacerdote y la pública. Esta pertenencia total a Cristo, la Iglesia y los hermanos se llama fidelidad y debe ser vivida íntegramente y, por ello, debe ser percibida en toda su transparencia por quienes nos vean. La plena dependencia a la voluntad de Dios nos libera de todas nuestras esclavitudes y nos hace ser auténticamente libres.
El carácter impreso por la ordenación es para siempre. El ser sacerdote tiene que impregnar el modo de pensar, sentir, hablar y comportarse. De todo ello es modelo Jesucristo. Hoy el mundo nos está evaluando principalmente en tres dimensiones de nuestro seguimiento a Cristo pobre, virgen y siervo obediente. Ya no se tolera el uso indebido, injusto de los bienes materiales, ni el abuso de poder bajo la forma de autoritarismo y manipulación de conciencia, y toda falta contra el celibato es denunciado como abuso sexual.
El celibato es la condición, el signo y la medida de nuestra fidelidad: “Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus cosas, se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios” (CEC 1579).
Ser sacerdote es algo en sí mismo maravilloso. Tener vocación sacerdotal es un regalo de Dios, el mejor que se puede recibir. Es un misterio, es algo inmerecido que se recibe como en vasijas de barro. Pero es real.
Frente a esta realidad hay que agradecer todos los días, admirados de ser sacerdotes, renovar todos los días el carisma que hemos recibido por la imposición de manos del obispo, sucesor de los Apóstoles. Reconocer cuánto bien estamos llamados a hacer por el solo hecho de nuestra presencia sacerdotal en medio de la comunidad y de ejercer nuestro ministerio en la predicación de la Palabra de Dios y en la catequesis, en la celebración de la eucaristía, en la absolución de los pecados, en la unción de los enfermos y en el servicio de nuestros hermanos, especialmente los más pobres, los enfermos, los ancianos, los encarcelados, los pecadores…
Agradezcamos ser sacerdotes, alegrémonos por ello. También hoy nuestro ministerio es eficaz con la misma eficacia de Cristo. La alegría sacerdotal será nuestra fortaleza en medio de las contradicciones. Cristo no se ha alejado de su Iglesia. Sigue presente y activo en Ella por medio de nuestro sacerdocio.
El sacerdocio es un gran tesoro, pero que lo recibe un hombre débil, limitado y pecador. A nosotros mismos, sacerdotes, nos impresiona este hecho. Pero precisamente, porque somos conscientes del gran don recibido y a la vez de nuestra fragilidad es que debe suscitarse en nosotros el anhelo de cuidar nuestra vocación y nuestro sacerdocio. Nuestros fieles, los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos de nuestras comunidades nos piden solo una cosa: que seamos sacerdotes ciento por ciento entregados a nuestro ministerio, al servicio de Dios y de los hermanos.
Cada fiel es importante e insustituible en la Iglesia. Cada vocación tiene su lugar en el Cuerpo de Cristo. También nuestra vocación es fundamental. Sin la Eucaristía no está Cristo ni hay Iglesia, sin sacerdotes no hay Eucaristía. Es necesario el sacerdocio porque sin la Eucaristía la Iglesia no puede vivir.
“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ´He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo´ (Mt 28,20)” (San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 1).
“Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecidos Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía ´es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que Ella´ (…). Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del jóvenes germen de la llamada al sacerdocio” (Ibidem, 32).
Nosotros tenemos que promover las vocaciones sacerdotales. Primero con nuestro testimonio de un sacerdocio feliz, vivido en plenitud y de entrega a los fieles. Luego, orando nosotros por las vocaciones y motivando la oración en nuestras comunidades. Además, hay que predicar y catequizar acerca de la vocación en general y de la sacerdotal, en particular. Tenemos que proponer explícitamente a los jóvenes la posibilidad de haber sido llamados al sacerdocio. A ellos hay que acompañarlos, introducirlos en un camino de oración, de escucha de la Palabra de Dios, de participación en la Eucaristía y en la confesión sacramental frecuente. Hemos de dedicarles tiempo especial a aquellos jóvenes que muestran signos de vocación sacerdotal o han manifestado el deseo de ser sacerdotes.