Hermanos en Jesucristo:
A partir de la Vigilia Pascual los cristianos repetimos una y otra vez: ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! La palabra hebrea “Aleluya” significa ¡alaben a Dios! La alabanza es la oración del creyente que exulta en la alegría de conocer a Dios en su misterio, que se nos ha revelado plenamente por Jesucristo. De nuestros labios debería estar saliendo constantemente el Aleluya porque Dios es el Señor y “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Después del triunfo de Cristo sobre el pecado, el demonio y la muerte, la Iglesia ha querido unir el canto del Aleluya de un modo muy particular a Cristo Resucitado de entre los muertos.
Los cristianos tenemos motivos más que suficientes para hacer de nuestra vida entera un Aleluya, una alabanza del Señor, pues “fuimos con Cristo sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4). En efecto, el Aleluya que cantamos en nuestras celebraciones litúrgicas, exultantes de alegría por la Resurrección del Señor, hemos de seguir entonándolo en nuestro corazón y en nuestros labios a lo largo de los distintos quehaceres de cada día y en todos los ambientes. No podemos dejar de cantar el Aleluya porque participamos de la vida nueva de la gracia, al haber sido constituidos hijos de Dios por la redención de Cristo y la efusión del Espíritu Santo en el bautismo.
Como en toda época, el mundo de hoy necesita que se le anuncie a Cristo muerto y resucitado. Pero es también una necesidad imperiosa de quienes hemos conocido el amor de Cristo. Tanto así que aunque se nos prohibiese hablar en el nombre de Jesús, tendríamos que responder: “no podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,19). Nuestro mundo marcado por tantos signos de muerte a causa del pecado sólo puede ser redimido por Cristo. La tristeza y desesperanza de los hombres de nuestra época se transformarán en alegría y esperanza en la medida en que vivan la vida nueva de Cristo resucitado.
Pidamos al Señor la gracia de llegar a participar de la muerte y resurrección de Cristo hasta el punto de poder decir cada uno de nosotros lo que San Pablo escribió de sí mismo: “Ser hallado en Cristo, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Fil 3,9-11).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica