Hermanos en Jesucristo:
La Iglesia que peregrina en esta Diócesis de Villarrica, convocada por la Palabra de Dios y constituida en Cuerpo de Cristo por el misterio de su Muerte y Resurrección, conformada por todos los bautizados, se reúne hoy como comunidad orgánicamente estructurada en esta Misa en torno a la Eucaristía.
Hoy se destaca el misterio de la Iglesia nacida del corazón del eterno Padre, instituida en la historia por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, y siempre vivificada por el Espíritu Santo. La Iglesia vive de la Trinidad y su misión es hacer que en todo hombre y comunidad cristiana viva Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
A todos nosotros se nos anunció el Evangelio y se nos concedió la gracia de creer en él. Esperamos que se cumpla en nosotros la promesa del Señor: “Quien crea y se bautice, se salvará” (Mc 16,16). Por el nacimiento nuevo del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,3) somos realmente hijos del Padre, partícipes de la vida divina de Jesucristo, el Hijo único de Dios. Nosotros somos los predilectos del amor del Señor, sus hijos amados, depositarios de las promesas mesiánicas.
Es la predilección del Señor por los pecadores que se reconocen necesitados de misericordia. En Jesucristo, el Ungido, el Mesías, se cumple la profecía de Isaías, dándonos a conocer su misión: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).
A nosotros se nos da la gracia y la paz de parte de Jesucristo, “Aquel que nos amó y nos ha librado de nuestros pecados por su Sangre, nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, Padre” (Ap 1,5-6). Reconocernos pecadores nos hace ser humildes, agradecidos y felices de ser “la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9) por pura dignación de su amor.
Hoy, en la Misa Crismal, estamos recordando llenos de gozo nuestra condición de ser el Pueblo de Dios, el Santo Pueblo fiel de Dios, expresión que tantas veces repite el Papa Francisco.
Somos el Pueblo Mesiánico que tiene una misión mesiánica. La Iglesia es el Sacramento Universal de Salvación. “Cristo hizo del Pueblo mesiánico una comunión de vida, de amor y de unidad, lo asume también como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)” (LG 9).
La bendición de los óleos y, especialmente, la consagración del santo Crisma que realizaremos en esta Misa, llamada por eso Crismal, hace presente ante nuestros ojos la igual condición de todos los cristianos y, al mismo tiempo, la distinción entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, ordenados el uno al otro y ambos participación, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo (cf. LG 10).
En efecto, con el santo Crisma se significa “que los cristianos, injertados por el bautismo en el misterio pascual de Cristo, han muerto, han sido sepultados y resucitados con Él, participando de su sacerdocio real y profético, y recibiendo por la confirmación la unción espiritual del Espíritu Santo que se les da” (MR, Misa Crismal, 1).
El sacerdote ordenado, hombre “tomado de entre los hombres” (Hb 5,1), también fiel cristiano por su condición bautismal, ha sido “constituido a favor de los hombres en las cosas que a Dios se refieren” (Hb 5,1). En esta Misa Crismal, en la que se congrega la Iglesia diocesana en torno a su obispo y todos sus presbíteros, renovemos nuestra gratitud a Dios por el don del sacerdocio.
Agradezcamos al Señor que en todas nuestras comunidades parroquiales contemos con la presencia de un sacerdote que, por su ministerio y con la misión que la Iglesia le ha confiado, pueda anunciar el Evangelio siempre vivo de Jesucristo y, por sobre todo, pueda hacer presente a Cristo mismo en cada celebración eucarística.
“Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es el ministerio sacerdotal. Por eso (…) la Eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que Ella” (SAN JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, 31).
Hermanos aquí reunidos: les pido que recen por nosotros. Necesitamos de su oración, porque al igual que ustedes, experimentamos la tentación, el desaliento, la debilidad. Como ustedes, también sentimos la fuerza del pecado que nos aparta del amor y de la voluntad de nuestro Señor. Los tiempos que nos toca vivir son difíciles, para ustedes también, pero para nosotros, sacerdotes, de un modo particular.
Hay ministros que ciertamente han traicionado la confianza depositada en ellos y no han sido fieles a sus promesas sacerdotales. Reconocemos el daño causado a tantos niños, jóvenes y adultos vulnerables y comprendemos su dolor, que es también nuestro dolor. La Iglesia está buscando caminos para que nunca más se repita un mal de esta naturaleza y está procurando remediar, dentro de lo posible, el mal causado.
Recordemos que unos y otros son hijos de Dios y de la Iglesia, hermanos nuestros que necesitan nuestra cercanía y nuestra oración. Pidamos al Señor que en definitiva sea Él quien, con su gracia redentora, sane heridas, reconcilie corazones y convierta a los que han hecho el mal.
Pero, porque reconocemos la realidad tal como es, hemos de agradecer al Señor la fidelidad, la entrega y la abnegación de tantos sacerdotes buenos, dedicados día a día a ejercer su ministerio sacerdotal en favor del Pueblo de Dios a ellos encomendado. Todo el bien realizado por el Señor a través de sus incontables buenos ministros a lo largo de toda la historia y a lo ancho de todo el mundo, particularmente en nuestra Diócesis de Villarrica, es muy grande.
Si a ustedes, hermanos, les duele escuchar cómo se habla mal ya no de algunos sacerdotes en concreto, sino del sacerdocio católico como tal, tengan la seguridad que más nos duele a nosotros. Por eso, a todos nos hace bien congregarnos como Pueblo de Dios, a fin de expresar como comunidad creyente nuestra fe en la presencia de Cristo en su Iglesia, según su promesa: “Yo estaré con ustedes siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20). Hoy podemos percibir cómo el Señor derrama en nuestros corazones el don de su alegría y de su consuelo.
También nos hace bien la presencia de ustedes, hermanos laicos, religiosas y diáconos. El hecho de que ustedes acompañen a sus sacerdotes con tan masiva participación es un consuelo y una alegría para todos nosotros. La alegría de esta asamblea, sus aplausos, sus muestras de cariño y sus saludos nacen de la fe de ustedes en lo que es el sacerdocio católico y del sincero aprecio por sus sacerdotes, con nombre y apellido. En nombre de mis hermanos sacerdotes, les agradezco estas muestras de cariño y reconocimiento agradecido.
Les reitero la solicitud de oración por nosotros. Ayúdennos a ser sacerdotes fieles a Jesucristo, a quien seguimos, a ser fieles a la Iglesia, a quien hemos de amar como Cristo la amó, y a Ustedes, nuestros hermanos, a quienes hemos de servir como sacerdotes y sólo en cuanto sacerdotes. Oren en particular por los sacerdotes enfermos y los que están pasando dificultades.
Contamos con su ayuda, no solo en el trabajo apostólico o en temas organizativos, sino también con su cercanía de hermanos en Cristo. Un buen hermano hace mucho bien cuando se acerca al sacerdote para animarlo cuando lo ve decaído, para consolarlo cuando lo ve triste, para aconsejarlo cuando lo ve confundido, para corregirlo cuando ve que va por mal camino, para advertirle cuando le asecha algún peligro.
El mejor sacerdote es el que vive en plenitud su sacerdocio. Se sabe partícipe de la vida y la misión de Jesucristo. Para él, Jesucristo es su Señor, su Amigo entrañable, su Salvador, la razón de ser de su vivir y de su ministerio. Como San Pablo, es capaz de decir: “Lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Fil 3,7-8). ¡Qué feliz es un sacerdote así! ¡El hombre más feliz! Ayúdennos a que seamos así de felices, con su oración y con su cercanía de hermanos en Cristo.
El sacerdote ordenado es necesario e insustituible en la Iglesia de Cristo. Por eso, El quiere que siempre haya sacerdotes y nunca permitirá que falten. Pero Él quiere que el cumplimiento de esta promesa pase por nuestra oración: “La mies es mucha, y los obreros pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc 10,2).
Insistamos en nuestra oración para que el Señor suscite en su Iglesia, especialmente en nuestra Diócesis, muchas vocaciones sacerdotales. Aquí desde muchos años que se reza por esta intención y por eso el Señor nos ha bendecido con vocaciones. Así como les agradezco a todos ustedes su oración, les motivo a que lo sigan haciendo con más intensidad y confianza en el Señor.
También pido a los jóvenes aquí presentes que se decidan a elegir a Jesucristo como su mejor Amigo, el único que nunca falla. Tengan la seguridad que Él ya los eligió a ustedes como sus amigos. Entren en su intimidad en la oración, conózcanlo escuchándolo hablar y actuar en su Evangelio, reciban su amor en la comunión eucarística dominical y en la confesión sacramental frecuente. Déjense amar por Él, entréguenle su vida y Él los hará felices. Y si oyen su voz y escuchan que los llama para ser sacerdotes, no duden en decirle si. Les prometo que Él los hará muy felices.
Por último, miremos a Jesucristo con los ojos de su Madre, la Virgen María. Hoy, como en las Bodas de Caná, María nos invita con su ejemplo y su palabra a fiarnos completamente en su Hijo. Con su ejemplo, porque Ella es fue feliz, precisamente porque fue la humilde Esclava del Señor, la que fue siempre fiel a la Palabra de Dios. De Ella se dice: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). Con su palabra, porque nos dice: “Hagan todo lo que Jesús les diga” (Jn 2,5).
Miremos con los ojos de María, para comprender interior y espiritualmente cuán bueno es el Señor y cómo es la fuente de todo bien, para comprender el misterio de la Iglesia y, en Ella, la Eucaristía y el sacerdocio. El ejemplo y las palabras de María no son del pasado. Ella es hoy nuestra intercesora ante su Hijo Jesucristo. Por eso le podemos decir llenos de confianza: Intercédenos la gracia de poder amar como Tú a tu Hijo Jesucristo, a su Esposa, la Iglesia, y a la Eucaristía, que es Cristo mismo presente entre nosotros y a Quien sea todo honor y toda gloria. Por los siglos de los siglos. Amén.