“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”
Homilía de Monseñor Francisco Javier Stegmeier Schmidlin, Obispo de Villarrica.
Domingo 18 de octubre de 2020
Hermanos en Jesucristo:
Hoy hemos escuchado la famosa frases de Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). Es un texto frecuentemente citado y muy diversamente interpretado. Algunas interpretaciones son legítimas, otras, no.
En este Domingo, el Profeta Isaías nos orienta para entender uno de los sentidos de esta enseñanza de Jesús. Solo hay un Dios y solo Él es el Señor de todas las cosas. “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios…, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro” (Is 45,5.6).
El único Dios, Señor de la historia, conduce todo según su Providencia amorosa de modo que todo alcance su fin, que es la gloria de Dios para la vida del hombre. El hombre alcanza todo su sentido existencial, su plenitud, cuando todo él se convierte en gloria de Dios. Es decir, cuando el hombre se somete en obediencia de amor al señorío de Dios y ordena todos sus actos hacia el fin último, que es el mismo Señor. El hombre se realizará plenamente cuando vea a Dios cara a cara en la gloria del cielo.
Todo hombre debe dar a Dios lo que es de Dios. A Dios se le debe conocer, amar, adorar, obedecer, servir, anunciar a los demás. De esto depende la felicidad del hombre.
Cuando se dice “den al César lo que es del César”, hay que entender que debemos obedecer a toda autoridad legítima cuando establece una normativa también legítima, es decir, que se ordena al fin último, que es Dios. Y cuando se dice “den a Dios lo que es de Dios”, hay que entender que todos debemos obedecer a Dios.
“Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza” (CEC 301).
Y como el César no es Dios, él también tiene que darle a Dios lo que le es debido, es decir, reconocerlo como Señor, origen de toda autoridad terrena y obedecerle. En cualquier sociedad el primero que debe estar sometido a Dios es quien detenta el poder de la autoridad. Esto es así, precisamente porque su poder le viene de Dios, lo debe usar según Dios y tendrá finalmente que rendir cuenta a Dios.
Si se entiende así esta enseñanza de Jesús, entonces vemos que aquí no se está estableciendo la separación entre lo que es del César. -lo que es de este mundo- y lo que es de Dios.
Es todo lo contrario: significa que aunque son dos dimensiones distintas de la realidad, no son dos realidades separas. Ambas dimensiones van siempre unidas, debiendo estar la autoridad del César subordinada y orientada a la de Dios.
El César representa aquí a toda autoridad humana, que puede ser la del padre y la madre, del profesor, del alcalde, del policía, del parlamentario, del presidente, del juez, del sacerdote, del empleador y del empresario. Si alguno de ellos se apartase del camino de la verdad, del bien y de la justicia e incitase a sus súbditos a hacer lo mismo, entonces, nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. «Dad […] al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29)” (2242).
En este caso, no se debe obediencia precisamente porque no puede haber separación ni contradicción entre lo que dice Dios y lo que dicen las autoridades políticas. A lo largo de la historia, los mártires han sido el mejor ejemplo de cómo se ha de entender y vivir esta enseñanza de Jesús.
Recordemos a los primeros mártires. Pero también recordemos a todos los testigos de la fe de todos los tiempos. Un testimonio paradigmático es el de Santo Tomás Mora, asesinado por orden del rey de Inglaterra Enrique VIII.
Hoy dar a Dios lo que es de Dios se da entre los objetores de conciencia frente a la ley ilegítima e inicua del aborto.
Nosotros debemos adorar al único Dios y reconocerlo como el Señor. Sólo a Él se le debe amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22,37), “porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo” (Sal 95,4-5).
San Pablo nos hace ver hoy que esta fidelidad al Señor hasta derramar la sangre es posible porque hemos recibido la gracia de lo alto.
A nosotros se nos aplican estas palabras que hemos escuchado hoy: “Conocemos, hermanos queridos de Dios, la elección de ustedes; ya que les fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión” (1 Tes 1,4-5).
Hemos sido elegidos por amor en Cristo, para que el Padre nos infundiera el Espíritu Santo, suscitando en nosotros poder y convicción. Por este Espíritu es posible ser firmes en la fe, ardorosos en la caridad y alegres en la esperanza en medio de las persecuciones a causa de la fidelidad a Cristo y a su Evangelio.
Pidamos al Señor que se pueda decir de nosotros lo que dijo San Pablo de los cristianos de Tesalónica: que se destaque “la obra de la fe de ustedes, los trabajos de su caridad, y la tenacidad de su esperanza en Jesucristo nuestro Señor” (1 Tes 1,3).
El Dios de las misericordias nos ha creado y nos ha dado este mundo con la finalidad de ir hacia Él, alcanzar por gracia la eterna participación de su gloria en el cielo. Es tan grande el deseo de Dios de que estemos con Él, que ha enviado a su Hijo para que, haciéndose hombre, fuese nuestro Camino seguro hacia la vida eterna.
Desde la Encarnación del Hijo de Dios en el seno purísimo de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, Cristo se ha constituido el Señor de todos y de todo, de todos los pueblos y de toda la historia, de cada individuo y de la entera sociedad. Todo está unido a Cristo y todo le pertenece. La pertenencia de todo a Cristo, de todos los hombres y de todo el hombre, se llama Reino de Cristo. Es el único Reino de la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz.
Desde la Encarnación, Cristo es el Señor a quien hay que dar lo que es debido. Y lo que le es debido es que todos lo reconozcan, ya en este mundo, como el Señor. También el César lo debe reconocer, pues de Jesucristo se dice: Tú “eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9).
Hermanos, es necesario que recordemos esto en las actuales circunstancias históricas que nos ha tocando vivir, más aún estando a una semana de decidir respecto a qué tipo de Constitución nos va a regir.
Esta decisión no es algo político en lo el Señor no tiene nada que ver. El Señor tiene todo que ver. En toda decisión, cualquiera sea ella, lo que está en juego es si queremos que nuestro Señor sea el Dios vivo y verdadero, “porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también” (1 Tm 2,5).
La tentación permanente del hombre es la de Adán y Eva. Es la tentación satánica de ser como dioses, al margen de Dios, sin Dios, contra Dios. A nivel social y político es la pretensión de construir una sociedad justa, sin Dios.
Es la tentación permanente de convertir a la política en una especie de religión y al Estado hacerlo dios. Ya no es separar al César de Dios, sino pretender que el César no se distingue de Dios. El César y todo lo que él representa pretende ser dios. Es lo que le pasó a los emperadores del imperio romano. El Estado es convertido en dios, falso, idolátrico. Pero al que se le debe tributar culto como a un dios.
En este sentido, en el fondo, no hay Constituciones ateas. Si en una Constitución no se reconoce -explícita o, al menos, implícitamente- a Dios trascendente, vivo y verdadero, entonces el Estado es convertido en dios, norma absoluta de la moral. Si no se reconoce a Dios como fundamento de todas las cosas, necesariamente ocupará su lugar un un falso dios. Ese falso dios es el Estado, quien se pone como norma absoluta de todo. Él dice qué es lo bueno y qué es lo malo, quién es persona y quien no lo es, a quien se le concede vivir y a quien se lo manda eliminar. No otra cosa significa la legalización de las leyes contrarias a la vida y a la dignidad de la persona humana, como el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido.
Los hechos de violencias cada vez más frecuentes y masivos son el fruto del rechazo de Dios y de Cristo. Cerrarse a Dios, poner al hombre al centro, divinizar lo que no es Dios, destruye al hombre. Y mientras más se quiere alcanzar el bien, la justicia y la paz sin Dios, mayor será el mal, la injusticia y la violencia.
Para mejor comprender lo que intento decir, recurro a dos textos del Catecismo de la Iglesia Católica (números 675 y 676):
“Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne” (675).
Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo, sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, «intrínsecamente perverso».
No apliquemos a nada humano lo que es solo atributo de Dios. “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).
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Lecturas:
Primera Lectura del libro de Isaías 45, 1. 4-6
Salmo Responsorial 95, 1. 3-5. 7-10ac
Segunda Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica 1, 1-5b
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 22, 15-21