Hermanos en Jesucristo:
Celebramos hoy a San Juan Bautista María Vianney, patrono de los sacerdotes, especialmente de los párrocos.
La Iglesia nos lo propone como modelo y como intercesor. Es modelo, no en sus peculiares características personales, irrepetibles y únicas, ni en las gracias particulares reservadas sólo por Dios para él y que hoy tanto nos admiran. Es modelo en aquello que es esencial y específico del ministerio sacerdotal ordenado, es decir, de aquello que permanece más allá de las personas, del tiempo, de las culturas y de los lugares. Pero que cada sacerdote debe revivir abarcando a toda su persona, en el tiempo, en la cultura y en el lugar que la divina Providencia ha dispuesto para él.
Y la Iglesia también propone al Santo Cura de Ars como intercesor ante Jesucristo, para que Él conceda la gracia a todos los sacerdotes de vivir en plenitud el sacerdocio como participación del único, eterno y sumo sacerdocio de Cristo. La identidad sacerdotal es mucho más que una simple imitación, es por sobre todo una gracia que se recibe. Es, propiamente, una participación del sacerdocio de Cristo.
Si miramos hoy al Santo Cura de Ars es porque vemos en él un sacerdote que vivió plenamente la identidad sacerdotal, es decir, se identificó como pocos con Cristo Sacerdote.
La Palabra de Dios nos ilumina respecto a aspectos de esta identidad. Hoy se destaca el anuncio de la Palabra, que llama a la conversión, que corrige, que conduce hacia el Señor. Al ministro de la Palabra se le dice: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tm 4,2).
Debe ser como Cristo, que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).
San Juan Bautista María Vianney nos muestra que el ministerio sacerdotal no se reduce al hacer, pues abarca todo el ser y la existencia del sacerdote. Es el ser completo de la persona el que queda consagrado al Señor para el servicio de los hermanos: inteligencia y voluntad, corazón y afectos, cuerpo y tiempo.
Así lo dice el Concilio: “Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y ordenación, están en cierto sentido puestos aparte en medio del Pueblo de Dios, no para estar separados de él o de cualquier hombre, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los ha elegido” (PO 3).
De esta total consagración es ejemplo el Cura de Ars. Nada le era propio, todo era realización de la voluntad de Dios y heroica entrega a los demás.
A nosotros, que ya somos sacerdotes y a los que están llamados a serlo, se nos muestra cómo el verdadero amor sacerdotal se vive en la fidelidad al Señor, a estar siempre con Él y unido en todo a su voluntad, en fidelidad a la Iglesia y en fidelidad al ministerio como servicio y plena disposición a darse por entero a los hermanos, “de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,28).
El don del sacerdocio, como en el Cura de Ars, conduce a una entrega plena y sin reservas, por amor, al servicio de Cristo para ser instrumento dócil en sus manos a favor de todos. Este amor así vivido encierra en sí la promesa de la alegría del Señor y el premio de la vida eterna.
El Papa Francisco, en una carta con ocasión de los 160 años del fallecimiento del Cura de Ars, hace justo un año, se refiere a este don total de si:
“Hermanos presbíteros, que sin hacer ruido, ‘lo dejan todo’ para estar empeñados en el día a día de sus comunidades, a los que trabajan en la ‘trinchera’, a quienes ‘dan la cara’ cotidianamente y sin darse tanta importancia, a fin de que el Pueblo de Dios esté cuidado y acompañado”.
“Me dirijo a cada uno de Ustedes – escribe el Papa – que tantas veces, de manera desapercibida y sacrificada, en el cansancio o la fatiga, la enfermedad o la desolación, asumen la misión como servicio a Dios y a su gente e, incluso con todas las dificultades del camino, escriben las páginas más hermosas de la vida sacerdotal” (4 de agosto de 2019).
Es verdad que entre nuestra actual realidad frágil y la grandeza de la misión encomendada hay un abismo. Además la realidad cultural que vivimos no comprende el sentido de nuestro sacerdocio y a muchos les parece que hoy está obsoleto el servicio que ofrecemos. Para muchos el Evangelio es algo del pasado, la Eucaristía un rito vacío y la absolución de los pecados un absurdo.
Y, sin embargo, el Santo Pueblo fiel de Dios, en su fe sencilla y esencial, sabe que no es así. El sacerdote sigue siendo para los fieles el instrumento de la misericordia de Cristo, el que anuncia Palabras de vida eterna, quien puede dar el Pan de vida que alimenta a los peregrinos hacia la Patria definitiva, el que perdona los pecados.
Los que somos sacerdotes, agradezcamos al Señor este don maravilloso. Alegrémonos de él. Pidamos perdón y confesemos nuestros pecados con otro hermano sacerdote. Y miremos hacia el futuro con confianza y esperanza.
Es el Señor quien nos ha llamado. Él está siempre con nosotros, nunca nos abandona y nos da su alegría para ser fieles siervos suyos y de los hermanos.
En nombre de todos los fieles de la Diócesis, quiero aprovechar esta ocasión para agradecer a todos los sacerdotes su presencia en las comunidades y su ministerio generosamente vivido en la entrega a los hermanos. Esta gratitud sincera se transforma en oración por cada uno de ellos.
Termino con las palabras conclusivas del Papa San Juan Pablo II pronunciadas en la Catedral de Santiago, en su visita a Chile:
“No quiero concluir este encuentro sin añadir unas palabras sobre la responsabilidad en fomentar nuevas vocaciones sacerdotales. Esta debe ser una preocupación prioritaria que debe manifestarse en nuestra oración y en nuestro apostolado. Pido a la Virgen del Carmen –a quien Chile venera como Patrona– que con vuestro celo y vuestro ejemplo sean muchas las almas que se entreguen a Cristo en el sacerdocio y en la vida consagrada. La Iglesia en Chile los necesita para continuar, en esta nueva etapa, la inmensa tarea de evangelización. ¡Santa María, Reina de Chile, Reina de América, intercede ante tu Hijo, y escúchanos!” (1 de abril de 1987).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica
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