Hermanos en Jesucristo:
Estamos hoy culminando la celebración del tiempo de Navidad con la Fiesta del Bautismo del Señor. Hoy podemos destacar el hecho de que el Hijo de Dios se hizo hombre y nació de la Virgen María para que nosotros, los hombres, pudiésemos nacer hijos de Dios en el Sacramento del Bautismo.
Al comienzo de su vida pública, Cristo dice que “quien no nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5). Y antes de subir al Cielo, nos dio el mandato: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Comprender qué es el Bautismo de Jesús es clave para comprender qué significa mi propia condición bautismal, por la que soy discípulo de Cristo, es decir, cristiano.
El rito religioso de “bautizar”, esto es, ser sumergido en el agua y emerger de ella, era conocido por los judíos y, como hemos oído en el Evangelio, practicado por Juan, de tal modo que él era conocido como el “Bautista”, el que bautiza. Sin embargo, se da una gran y esencial diferencia entre los otros bautismos, incluyendo el de Juan, y el bautismo establecido por Jesús.
En efecto, el mismo San Juan Bautista lo tiene muy claro: “Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero Él, Cristo, los bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8). Por eso, el bautismo de Juan desapareció cuando aparece el nuevo bautismo cristiano. Nosotros ya no nos bautizamos como lo hacía Juan, sino como nos lo mandó Jesús.
El bautismo cristiano se hace en el nombre de la Trinidad, misterio revelado en el Evangelio de hoy precisamente en el bautismo al que se somete Cristo: “En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.»” (Mc 1,10-11).
El Padre manifiesta a los hombres que Jesús es su Hijo Único, eternamente engendrado, hecho hombre, quien en su humanidad ha recibido el Espíritu Santo para consagrarlo como el Mesías prometido. Hoy proclamaremos este misterio de nuestra fe cuando recitemos el Credo de Nicea – Constantinopla.
De Cristo diremos en el Credo cosas impresionantes. En una apretada síntesis de todo lo que se nos revela en la Palabra de Dios y nos enseña la Iglesia, confesaremos nuestra fe acerca de Cristo, quien quiso pasar por pecador cuando se deja bautizar por Juan. De Jesús, que se pone en la fila de los pecadores, diremos:
“Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho. Que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
Pidamos al Señor que nos de la gracia de comprender el misterio de Cristo que hoy se nos revela en su Bautismo de manos de Juan, en lo que podríamos llamar la Epifanía del Evangelio de San Marcos.
No es cualquiera el que es bautizado hoy, como si fuese pecador como los demás. Aunque es hombre como todos, es más que un mero hombre. Él es el Señor, es el Santo, es la segunda Persona de la Trinidad. Es ni más ni menos que el mismo Dios.
Admirémonos de esto, con palabras de San Pablo: Cristo “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-8).
En Cristo se cumple de un modo sorprendente lo predicho por el profeta Isaías acerca del Siervo de Dios. El elegido del Señor, el que implantará la justicia y el derecho en la tierra, el que será luz de las naciones y salvación de todos los hombres (ver Is 42,1-4), será efectivamente manso y humilde de corazón (ver Mt 11,29), paciente y misericordioso, pero superando por mucho lo que podría haber intuido el profeta al escribir inspirado por Dios los poemas del Siervo sufriente.
El bautismo de Jesús nos habla de nuestro propio bautismo. Nosotros somos los pecadores, no Él. Pero “a quien no conoció pecado, (Dios) le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él” (2 Cor 5,21).
Así, lo que simbolizaba el bautismo de Juan, lo hace realidad el Bautismo de Cristo. Ahora sí que realmente los pecamos son perdonados, son borrados. Deja de existir la ofensa contra Dios que nos mantenía irremediablemente separados de Él. Por eso dice Juan: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Además el bautismo de Jesús significa y realiza algo que no estaba simbolizado en el bautismo de Juan. En el bautismo cristiano realmente nacemos de nuevo, nacemos hijos de Dios: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1).
Cristo descendió al agua no para ser santificado Él, sino que, siendo Él el Santo, lo que hizo fue santificar las aguas a fin de hacerlas aptas para santificarnos por el bautismo, a nosotros, pecadores y enemigos de Dios.
“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4).
Hoy contemplemos nuestra propia condición bautismal. Pidamos la gracia de vivir el don recibido inmerecidamente en nuestro Bautismo. Es decir, pidamos la gracia de vivir la vida de hijos del Padre que nos ama, amándole con todo el corazón y confiando plenamente en su solicitud providente.
Pidamos ser transformados interiormente a imagen del Hijo, Jesucristo. Pidamos la gracia de estar siempre habitados por el Espíritu Santo, que nos haga permanecer fieles a nuestra condición de hijos a imagen de Cristo y que siempre nos haga “exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15).
El hijo de Dios, animado por los dones de piedad y del santo temor de Dios, procura vivir en la obediencia por amor a la voluntad del Padre. En esta obediencia experimenta la libertad de los hijos de Dios con sus frutos de alegría y paz espirituales, y lo lleva a cumplir sus mandamientos como expresión del amor a Dios por sobre todas las cosas y del amor al prójimo, especialmente al que es su hermano por el mismo bautismo, pues por él somos incorporados a la Iglesia.
Porque somos hijos del Padre en Cristo podemos decir, inspirados por el Espíritu Santo, la oración que él mismo Cristo nos enseñó, el Padre Nuestro. Quiero destacar dos aspectos de esta oración, entre otros muchos.
Primero, que pedimos al Padre todos los días que nos dé el pan de cada día, que es la Eucaristía. A la vida nueva de los nacidos del agua y del Espíritu le corresponde un alimento nuevo para poder crecer, madurar y llevar a su plenitud nuestra condición de hijos de Dios. Quien percibe qué es ser hijo de Dios, también percibe la necesidad de alimentarse día a día del pan eucarístico. Y si no puede tan seguido, al menos domingo a domingo.
Lo segundo que quiero destacar es que le pedimos al Padre celestial que nos perdone, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden. Si hemos sido perdonados por el Padre en Cristo, su Hijo, también nosotros hemos de perdonar a todo aquel que nos ofenda “setenta veces siete” (Mt 18,22). El hijo amado del Padre busca siempre su perdón recurriendo al sacramento del perdón, que es la confesión.
Vamos ahora a confesar nuestra fe en el Credo llamado de Nicea – Constantinopla. Confesar la fe significa expresar con los labios lo que creemos por la fe. También profesar y confesar la fe significa proclamar nuestra fe ante los demás, ante el mundo entero a fin de “que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SENOR para gloria de Dios Padre” (Fil 2,10-11).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica