Lecturas del Domingo 19º del Tiempo Ordinario – Ciclo A
- Primera lectura: Del primer libro de los Reyes (19,9a.11-13a)
- Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14
- Segunda lectura: De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (9,1-5)
- Lectura del Santo Evangelio según san Mateo (14,22-33)
Hermanos en Jesucristo:
Contemplamos hoy uno de los Milagros más conocidos del Evangelio: Jesucristo caminando sobre las aguas tempestuosas y, por la fe en Él, también Pedro.
Antes de este prodigioso hecho se nos ha dicho que Jesucristo, después de sanar enfermo y alimentar a una multitud de personas con cinco panes y dos peces, sube al monte para orar a solas, de noche. ¡Con cuánta frecuencia Jesús se retira a la soledad para estar con su Padre! Lo hizo al comienzo de su ministerio estando cuarenta días en el desierto.
Podemos suponer que durante sus treinta años de vida escondida en Nazaret dedicaba también mucho tiempo a la oración. En Getsemaní se nos revela que la oración de Jesús es la del Hijo que habla con su Padre. Repite muchas veces: “Padre mío”.
Cristo es el Hijo eterno del Padre, es el Unigénito amado, el predilecto. Es la Palabra de Dios hecha carne por la acción del Espíritu Santo en el vientre purísimo y siempre Virgen de María.
Y hoy Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra que es Dios. Nos lo hace ver por el poder manifestado sobre las aguas y sobre el viento. Pero también porque Él mismo nos lo dice: “YO SOY”. Es el “YO SOY” con el que Dios en el Éxodo se da a conocer a Moisés. Cristo es Dios, como el Padre. Los Apóstoles reconocen a Jesús como Dios, cuando “se postraron ante Él diciendo: Realmente eres Hijo de Dios” (Mt 14,33).
Como acontece con Elías, Jesucristo se va al monte a orar, se va al desierto, porque, si para hablar se necesita soledad y silencio, mucho más se necesita para escuchar. Dice el libro de los Reyes: “Se escuchó un susurro” (1 Re 19,12).
Pidamos al Señor la gracia de penetrar en el misterio de la oración de Cristo, para comprender cómo debe ser también nuestra oración para que ella sea auténticamente cristiana.
Cristo, porque es Hijo, está totalmente referido al Padre. “En verdad, en verdad les digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que Él hace” (Jn 5,19-20).
Cristo es Dios porque es el eterno Hijo engendrado por el Padre. Y porque es Hijo, todo lo suyo es del Padre. No tiene nada que no haya recibido del Padre. Depende completamente de Él.
Así lo dice el mismo Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).
Por eso mismo pudo decir después San Pablo: Cristo, “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-7).
Comprendamos nuestra propia condición de hijos de Dios a la luz de Cristo, el Hijo Único del Padre. Comprendamos que nuestra vida debe ser toda ella la sumisión amorosa de un hijo a la voluntad del Padre, que nos ama. Como Cristo, cuya vida entera no es sino el cumplimiento del designio amoroso de su Padre.
La conciencia de ser hijos del Padre en Cristo se expresa en la búsqueda de momentos de estar a solas con el Padre. Porque “la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo” (CEC 2565).
Hoy el Evangelio nos hace ver cómo la oración de Cristo con su Padre en la soledad de la montaña, de la noche y del desierto participa siempre de las ansias redentoras del Corazón de Jesús. En esa oración íntima y silenciosa estamos todos involucrados, todos incluidos. El Hijo habla con el Padre de nosotros. Nosotros somos también parte de su intimidad.
Por eso Cristo en el monte ve al Padre y también ve a sus discípulos. Cristo, al estar con su Padre, está con sus discípulos. Los discípulos, en medio del mar tormentoso, están acompañados por Cristo, aunque no lo vean. Pero deben tener la certeza de la fe que es así. Como lo muestra el Evangelio de hoy.
En el Corazón de Cristo están todos aquellos por quienes el Padre lo envió al mundo. Y en medio de los creyentes, en el seno de la Iglesia, está siempre Cristo. Aunque a veces pareciera que no estuviese el Señor con nosotros.
Cristo nunca nos abandona. En efecto, Él ora al Padre y ve, a la vez, la dificultad por la que están pasando los Apóstoles. Siempre estuvo con ellos. Si hubiesen tenido fe, no habrían tenido miedo en medio de las fuertes olas.
Cristo les dice a ellos: “¡Ánimo, Yo Soy, no tengan miedo” (Mt 14,27). Ya vemos que no te trata de ver, sino de creer, como dirá después Jesús a Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29).
Pedro reconoce a Jesucristo, no solo como hombre verdadero, sino como el Señor Dios todopoderoso, creador y dominador de las aguas. Mientras Pedro pone toda su fe en Cristo, confiándose completamente en Él, está asentado sobre roca firme, aún en medio del mar y de las olas tormentosas.
Pero basta que Pedro comience a desconfiar del Señor y a buscar vanamente otro punto de apoyo, entonces comienza a hundirse. Jesús lo reprocha diciéndole: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14,31).
El Evangelio nos invita a pedir al Señor el don de la fe, intensa, firme, fuerte en Cristo el Hijo de Dios, Dios verdadero, venido en carne, porque es hombre verdadero. Pidamos el don de la fe que nos lleve a entregar todo a Cristo y a reconocerlo como Señor y Salvador de todos y anunciarlo a todos.
Como San Pablo, quien afirma de sí mismo: “La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Cuando aún era Saulo, un fervoroso israelita que anhelaba la venida del Mesías, cuando no creía que Jesús fuese el anunciado por los profetas y el esperado de las naciones, recibió el don de la fe y aceptó a Jesús como el Cristo, Dios venido en carne, “el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos” (Rm 9,5).
¡Qué ejemplo nos da San Pablo! Tiene fe y vive de la fe. Y por eso anhela, como hemos escuchado en la Carta a los Romanos, que sus hermanos de raza conozcan y amen a Jesucristo.
Hoy celebramos a Santa Teresa Benedicta de la Cruz, una judía de nombre civil Edith Stein. Hemos hablado de la oración. Pues bien, antes de convertirse a Cristo le llamó la atención ver orar a una católica, mujer muy simple. Dice: «Esto fue para mí algo completamente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes que he frecuentado los creyentes acuden a las funciones. Aquí, sin embargo, una persona entró en la iglesia desierta, como si fuera a conversar en la intimidad. No he podido olvidar lo ocurrido».
Como Saulo, Edith recibe el don de la fe sin quererlo, ni esperarlo, ni pedirlo. Dice ella: “Fue el momento en que se desmoronó mi irreligiosidad y brilló Cristo». Y se abandona con toda confianza, alegría y paz, en el Señor. En Cristo descubre el amor del Padre: “Lo que no estaba en mis planes estaba en los planes de Dios. Arraiga en mí la convicción profunda de que -visto desde el lado de Dios- no existe la casualidad; toda mi vida, hasta los más mínimos detalles, está ya trazada en los planes de la Providencia divina y, ante los ojos absolutamente clarividentes de Dios, presenta una coherencia perfectamente ensamblada».
En el Sacramento de nuestra fe, la Misa, pidamos al Señor nos conceda vivir de la fe, como María, la dichosa por haber creído en la Palabra de Dios.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica