Lecturas:
- Lectura del libro de Isaías (55,10-11)
- Salmo 64,10.11.12-13.14
- Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,18-23)
- Santo Evangelio: Mateo 13,1-23
Hermanos en Jesucristo
“El que oye la Palabra”. Esta es la expresión que más se ha repetido hoy en el Evangelio. Dios, en su infinita misericordia, para salvarnos, se nos ha revelado a través de su Palabra. Él ha querido comunicarse con nosotros hablándonos, para entablar un diálogo de amor. Nos habla con su Palabra para que nosotros, por la obediencia de la fe, le escuchemos, le oigamos, con los oídos de la inteligencia y del corazón.
Hermanos, “a ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos” (Mt 13,11). “Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron” (Mt 13,16-17).
Veamos nuestro corazón. Pidamos al Señor que nos ilumine con la luz de su propia Palabra y nos haga ver qué es lo que hay en nuestro interior. Preguntémonos qué palabra es la que vive en nosotros. ¿Podemos decir: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14)? ¿Qué palabra alimenta nuestra mente y nuestro corazón? ¿Es la palabra de Dios, según nos dice Jesús: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4)?
Mirémonos a la luz de la misma Palabra de Dios y preguntémonos: ¿Se alegra mi corazón porque mis ojos ven las maravillas realizadas por Cristo y porque mis oídos oyen a Cristo, que es la Palabra de Dios?
¿Me doy cuenta de que yo, el más pequeño en el Reino de los Cielos, he recibido una gracia que supera por mucho a la que recibieron los grandes del Antiguo Testamento, incluso tan grandes como Abraham y Moisés? Tanto así que yo he recibido más gracia que San Juan Bautista, que “es más que un profeta” (Lc 7,26), y que “entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él” (Lc 7,28).
A los otros, Dios les habló enviándoles profetas. A nosotros, en cambio, nos habló enviándonos a su mismo Hijo, que es su Palabra eterna. Así lo dice la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (Hb 1,1-2).
El motivo de nuestra alegría es que el Padre nos ha enviado a su Palabra para hablarnos, a Cristo, la Palabra del Padre hecha carne por obra y gracia del Espíritu Santo en el vientre purísimo de la Virgen María.
Esa es la Palabra que cumple plenamente lo anunciado hoy por Dios a través del profeta Isaías: “Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión” (Is 55,11). Cristo es el “Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16).
A Dios que nos habla por su Palabra, corresponde nuestra respuesta por “la obediencia de la fe” (Rm 1,5). De esto habla Jesús en el Evangelio que se nos ha proclamado. Es un misterio grande el hecho de que la Palabra dé frutos en unos y no los dé en otros. En unos produce el ciento por uno, en otros el setenta y en otros el treinta por uno. Pero también en algunos oyentes la Palabra se queda estéril, infecunda.
¿Qué decir a esto? ¿Cómo evitar el peligro, siempre posible, de ser como aquellos que “viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden” (Mt 13,13)? El Evangelio de hoy se aplica, no al que todavía no conoce al Señor, sino a nosotros que precisamente estamos oyendo la Palabra de Dios.
También a mí me puede pasar o quizá ya me está pasando, que viene el demonio y me arrebata la Palabra, ¿Cómo lo hace? Cuando me hace pensar que esa Palabra ya no tiene vigencia en nuestra moderna cultura, o que esa Palabra no es para mí, sino para el otro, o que esa Palabra, en mi caso, no es capaz de dar frutos. También puede tentarme con la superficialidad o haciendo que yo me burle de la Palabra de Dios.
Pero si el demonio ha logrado arrebatar la Palabra de Dios de mi corazón, es porque logró sembrar su palabra en mí. Cristo presenta al demonio también como un sembrador de mala semilla, de cizaña, de palabra perversa (ver Mt 13,25).
Así el demonio, por su palabra, me engendra hijo suyo, esclavo del pecado (ver Jn 8,31-47; 1 Jn 3,10). Yo libremente asumo al demonio como mi padre que me hace esclavo suyo, para matarme. Y así yo, hijo del diablo, contribuyo con la culpa de Adán a que el mundo crezca en el desorden y en la esclavitud de la corrupción, como nos ha señalado hoy San Pablo.
El Papa Francisco dice que “Satanás es uno que siembra insidias y es un seductor, y seduce fascinando, con encanto demoniaco, te lleva a creer todo” (Homilía, 2 de octubre de 2015). “Con Satanás no se puede dialogar. Porque si comienzas a dialogar con Satanás, estás perdido. Es más inteligente que nosotros. Te rodea, te rodea, te hace dar vueltas la cabeza y estás perdido” (Entrevista, 12 de diciembre de 2017).
A tal extremo llega la seducción del demonio que puede intentar sembrar su palabra mentirosa y homicida llegando incluso a usar la misma Biblia, como lo hace con Jesús en el desierto, cuando le cita los versículos 11 y 12 del Salmo 91: “Y le dice el diablo a Jesús: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»” (ver Mt 4,6).
Pero Jesucristo responde siempre al demonio con un no rotundo y enfrentando su mentira con la verdadera Palabra de Dios -que ya se ve que no puede identificarse sin más con la Biblia-, es decir, con la Escritura leída, entendida e interpretada con el mismo Espíritu Santo con que fue escrita por y en la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15).
Dice el Papa Francisco: “Si vamos al relato de las tentaciones de Jesús” al demonio le “responde con palabras de la Escritura”. “Esto nos enseña que con el diablo no se puede dialogar, y esto ayuda mucho, cuando viene la tentación. «Contigo no hablo», sólo la Palabra del Señor” (Homilía, 02 de octubre de 2015).
Como dice el Señor en el Evangelio de hoy, también me puede pasar que soy inconstante, viene la tribulación o la persecución, y sucumbo. Más todavía se me pueden aplicar los otros motivos por los cuales la Palabra de Dios sembrada en mi corazón queda infecunda: las “preocupaciones de la vida y la seducción de las riquezas la sofocan y queda sin fruto” (Mt 13,22).
He de implorar al Señor la gracia de darme cuenta, primero, que también en mí la Palabra, que es Cristo mismo, puede quedar sin dar frutos, es decir, sin producir salvación y vida eterna. También yo puedo frustrar, con mi pecado, la fecundidad intrínseca de la Palabra de Dios destinada a dar mucho fruto en mí (ver Jn 15,18). Y, segundo, pedir que en mí “la palabra de Cristo habite (…) con toda su riqueza” (Col 3,16).
Por la obediencia de la fe a la Palabra de Dios y el nacimiento nuevo del agua y del Espíritu Santo, somos constituidos hijos del Padre en su Hijo Jesucristo. Al realizarse en nosotros, por la gracia de Cristo, “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21) nos convertiremos en luz, sal y levadura que conduzca a liberar toda la creación de la corrupción del pecado.
Es el Padre quien nos habla por su Hijo hecho carne por obra del Espíritu Santo. Esa Palabra, que se siembra generosamente en nuestros corazones, da frutos cuando Cristo mismo se convierte en nosotros en la respuesta del hombre al Padre por su Espíritu. Esta acción misteriosa de la gracia de Cristo en nosotros causa nuestra respuesta libre, por la fe, en un diálogo de amor.
Así como el Padre tiene una sola Palabra y nos la habló toda entera al enviarla hecha carne, así también el Padre solo escucha una Palabra, la Palabra hecha carne, Jesucristo. Para que el Padre escuche nuestra palabra, ella tiene que hacerse Cristo por la acción del Espíritu Santo. En efecto, solo por ese Espíritu podemos decir “Abba, Padre” (Rm 8,15). El Padre, escuchando a su Hijo, nos escucha a nosotros.
Por la Palabra, desde nuestro Bautismo, tenemos que irnos configurando más y más al Hijo, Jesucristo. “A todos los que recibieron la Palabra (el Padre) les dió poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12), es decir, en el nombre de Jesús. Estamos llamados a ser tan semejantes a Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, que todos tendríamos que estar en condiciones de decir en algún momento de nuestra existencia: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Este misterio de la plena configuración con Cristo se inicia en el Bautismo y va creciendo en nosotros principal y necesariamente por la comunión eucarística. La vida de los hijos de Dios, que es participación de la vida del Hijo único del Padre, Jesucristo, se alimenta, crece y madura en la medida en que comamos a Cristo. Así lo ha dicho el Señor: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54).
Son inseparables la Palabra de Dios y la Eucaristía, porque ambas son el mismo Cristo, la Palabra de Dios hecha carne y sangre. La Palabra esparcida por el Sembrador es Cristo. Él se hace Pan de vida que alimenta a los hijos de Dios por la escucha de la Palabra y, más aún, por la comunión de vida que se produce al comer su Carne y beber su Sangre.
La Virgen María es quién mejor nos da testimonio de esto. Ella es la tierra buena en la que la semilla da el ciento por uno. Porque Ella, movida por el Espíritu Santo, dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38), entonces “la Palabra se hizo carne” en su seno por obra y gracia del Espíritu Santo. De María se dice: “¡Feliz, dichosa, la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). Y por eso, Ella puede decir: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador (…) porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso” (Lc 1,47.49).
A Cristo, la Palabra de Dios hecha carne, sea todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica