Hermanos en Jesucristo:
Estamos hoy celebrando la Fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, porque la Iglesia está concluyendo su año litúrgico y la sociedad civil se acerca al fin de un año y al comienzo de otro. Al término de un periodo de la vida de la Iglesia y de la historia volvemos la mirada a Aquel que da sentido a todas las cosas, que conduce los acontecimientos y que lleva todo a su plenitud. Hoy se nos invita a todos a volver nuevamente la mirada a Cristo.
La Palabra de Dios revela el lugar que ocupa Cristo no solo en la Iglesia, sino también en la sociedad, en la historia y en toda la creación. La voluntad del Padre es “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10), “porque en Cristo fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él, Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia” (Col 1,16-17).
A este misterio del Señorío de Cristo sobre todas las cosas, pasadas, presentes y futuras se le llama Reino de Cristo. Y la Escritura, como se nos ha proclamado hoy, usa la palabra Rey para referirse a Cristo como el Señor de todo.
La Escritura dice que al Mesías “se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7,14).
Y en el Apocalipsis es llamado “el Príncipe de los reyes de la tierra” (1,5).
El mismo Jesús dijo antes de subir al Cielo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). La fe nos asegura que Cristo es el Señor de todo, entendido en sentido literal. Nada escapa al señorío de Cristo. Él es el Rey del Universo. Así lo expresaba San Juan Pablo II: “¡No teman! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo! Abran a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengan miedo!”.
Los dramáticos acontecimientos que estamos viviendo en nuestra Patria y en nuestra Región de La Araucanía nos muestran qué pasa cuando el hombre, la familia y la sociedad se alejan de Dios. Se producen profundas divisiones, violentas confrontaciones, desconfianzas mutuas… Y mientras más lejanía de Dios, mayores son los problemas.
Jesucristo es el único cuyo señorío trae la paz permanente, porque Él con su muerte y resurrección nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros. Por eso afirma San Pablo: “Mas ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que en otro tiempo estaban lejos, han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, el odio” (Ef 2,13-14).
En efecto, Cristo es el “único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores” (1 Tm 6,15) porque “nos amó y nos ha liberado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,5-6).
La Solemnidad de Cristo Rey, celebrada en una fecha que da término a un año y da comienzo a otro, significa simbólicamente que Cristo es “el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin” (Ap 22,13).
A un mundo encerrado en sí mismo, a una historia entendida como un eterno retorno sin trascendencia, a hombres sin esperanza y sin amor, a sociedades esclavizadas por el temor a los falsos dioses, a los demonios verdaderos y a la muerte, a todos ellos se les anuncia que “para ser libres nos libertó Cristo” (Gal 5,1)
Cristo, de quien confesamos que nació humilde en Belén y que “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos” (Credo Niceno – Constantinopolitano), nos libera -en esta historia en la que estamos insertos y de la que somos responsables-, de todas las esclavitudes causadas por el pecado de nuestros primeros padres, el de toda la humanidad y los personales de cada uno de nosotros.
La fe nos asegura que sólo Cristo puede establecer en plenitud el reino “de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de la Misa de Cristo Rey). Este Reino es posible por la gracia de la conversión de los hombres, de los pueblos y de la entera sociedad.
Cristo, “como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz” (Prefacio de la Misa de Cristo Rey), con su Muerte y su Resurrección, por el nacimiento nuevo del agua y del Espíritu Santo en el Bautismo, nos ha hecho a todos hijos del Padre, iguales todos en dignidad ante Dios y ante los hombres. En Cristo ahora sí podemos ser hermanos, estableciéndose la fraternidad universal.
Nosotros somos testigos de esto. Estamos llamados a anunciarlo hoy a este mundo que no deja de proclamar su sueño utópico de la fraternidad universal, pero como es un intento sin Cristo, siempre termina en un estrepitoso fracaso, acompañado de un aumento de la violencia fratricida.
El abandono de la alegría de la salvación en Cristo es reemplazada por una aparente emancipación que engendra amargura en el corazón, división entre los hermanos y relaciones basadas en la ley del más fuerte.
Lo más grave que nos puede pasar es ya no solo excluir a Cristo de la vida de las personas, las familias, las comunidades y las naciones, sino que, peor aún, creer que precisamente esa exclusión es lo más cercano al auténtico triunfo de los valores del Evangelio.
La redención de Cristo es la liberación de las ataduras del pecado y la comunicación de la vida nueva que nos hace nuevas todas las cosas, porque hace de nosotros una nueva creación. En Cristo se nos abre la esperanza cierta de que un mundo mejor es posible “y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
A esto se refiere el Evangelio de hoy, al advertirnos que el juicio final del Rey eternal va a depender de cómo se ha vivido el amor cristiano, la caridad, en relación a los hermanos que más sufren.
El mayor bien para los pobres es, amándoles, hacerles descubrir cuánto les ha amado Cristo y suscitar en ellos las ansias de amarle con todo el corazón. Entonces serán libres de toda esclavitud y serán felices: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).
Esto lo dice Jesús, quien afirma precisamente que “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres el Evangelio, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18).
Quizá uno de los aspectos más perversos del secularismo es alejar a los pobres de Cristo, haciéndoles creer que su verdadera liberación está en liberarse de Él. Los pobres que no han sido colonizados por ideologías de todo tipo, aceptan más fácilmente la fe en Cristo como su único Mesías Redentor. Ellos son los “hermanos más pequeños” (Mt 25,40) de Jesús. Ellos son los humildes, los pobres del Evangelio.
En esta época, precisamente porque desprecia a los más pobres – y los más pobres entre los pobres son los niños abortados-, hemos de ser testigos del amor de Cristo, especialmente a los más despreciados. Es un amor unido a la fe en Cristo, pues se ha de amar por Cristo, en Cristo y a Cristo presente en el prójimo. Sólo así se puede amar a quienes el mundo no es capaz de amar.
Y es un amor motivado por la esperanza de amar eternamente a Dios y a los hermanos en el Cielo, según la promesa del Señor: “Vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mt 25,34).
El amor al que se refiere Cristo expresado en los más desvalidos, sufrientes y pobres se ha de vivir en la tierra, en el aquí y ahora de la historia. Es por el amor del Padre, rico en misericordia, derramado profusamente en el Corazón de Cristo y comunicado a todos los cristianos por la efusión del Espíritu Santos en nuestras almas que se nos anuncia la esperanza de un nuevo tiempo, que es el Reino de Cristo ya en la tierra. Jesús será el Buen Pastor y toda la humanidad será el rebaño que Él apacienta.
El triunfo del amor del Corazón de Cristo en el corazón de todos los hombres será la máxima expresión posible de su Reinado personal y social en este mundo y en esta historia. Luego vendrá la consumación de todas las cosas en la segunda venida en gloria de Cristo.
La Eucaristía es para los bautizados el Sacramento de la Caridad que nos alimenta el amor a Dios y a los hermanos infundido en el bautismo, lo hace crecer, lo fortalece y lo lleva a una práctica heroica, de lo que son ejemplo los santos.
De entre todos los santos, la Virgen María es la que más destaca por su amor. A Ella le decimos hoy: “La rosa, cuyo brillo agrada a tus ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos, pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia, cuya Madre eres tú, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal” (Oración inicial del Mes de María).
La celebración del misterio de Cristo Rey del Universo tiene que llevarnos a una mayor conversión personal a Él. El primer paso para el reinado social de Cristo, es el triunfo de su amor en el propio corazón.
Cristo será el Señor de todas las cosas cuando sea el Señor de todos los corazones. A Él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica