Hermanos en Jesucristo:
Después de la celebración del Nacimiento de Jesús en Belén y de su bautismo en el río Jordán, el Evangelio nos irá narrando, domingo a domingo, el misterio de Jesucristo a lo largo de los tres años de su ministerio por las tierras de Palestina. Lo contemplaremos anunciando el Evangelio y realizando milagros.
El misterio de Cristo ya lo conocemos. Nos lo ha anunciado la Iglesia y hemos creído en él por el don de la fe. Cristo es el Hijo eterno del Padre que se ha hecho hombre para nuestra salvación. Es el Verbo, la Palabra de Dios que se hizo carne para que creyendo “que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios”, tengamos vida eterna en su nombre” (Jn 20,31).
Cristo es la Palabra, el Verbo, “todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16). El universo entero es el despliegue de la obra creadora de la Palabra de Dios. La creación no deja de hablarnos de Dios: de su sabiduría y de su verdad, de su belleza y de su bondad, de su poder y de su providencia. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche trasmite la noticia” (Sal 19,2-3).
El Señor habla al hombre, a su inteligencia, haciéndole ver que en la obediencia a su Palabra está su felicidad, su plenitud de vida y su libertad. Pero el hombre prefirió escuchar otra palabra. Decidió desobedecer consciente y voluntariamente al Señor. Y siguió la voz seductora del demonio, “el padre de la mentira” (Jn 8,44). No quiso construir su vida sobre la roca firme de la obediencia a la Palabra de Dios, sino sobre las arenas movedizas de la apostasía de la verdad.
Conocemos lo que esto ha significado para la humanidad y para cada uno de nosotros. El pecado esclaviza, destruye, divide, mata, condena.
¿Y qué hace Dios ante la desgraciada situación del hombre sobre la tierra y su perspectiva de eterna condenación?
Nos vuelve a dirigir su Palabra, para entablar con nosotros un diálogo. Por amor nos habla por su Palabra, para que nosotros, por la fe, le respondamos con amor.
En efecto, después del pecado, “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1,1-2).
De esto nos habla la Palabra hoy en este Domingo. El Señor, al igual que con Samuel, quiere entablar con nosotros un diálogo de amor, quiere establecer una alianza de voluntades, entre la de Él y la de cada uno de nosotros, para que, por la efusión del Espíritu Santo, en Él tengamos vida eterna.
Como acontece con Samuel, el Señor suscita en nosotros la respuesta de fe a su Palabra: “¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!” (1 Sam 3,10) y como con el Salmista: “¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad!” (Sal 40,8-9).
La Palabra creadora de Dios que lo hizo todo bueno, es la que viene a nosotros a recrear lo que el pecado había estropeado, a renovar lo que la desobediencia a Dios había hecho viejo, a dar vida nueva en donde reinaba la muerte y a liberar a quienes éramos esclavos del demonio y del pecado.
En el Evangelio, muy pocos versículos después de que San Juan nos ha dicho que “el Verbo, la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), se nos dice que Él es el Mesías prometido, es el Cordero de Dios que viene a quitar los pecados del mundo (ver Jn 1,29). Jesucristo es Aquel a quien la humanidad ha esperado siempre. Es a quien todos buscan, aun sin saberlo. Las ansias más profundas del corazón solo pueden ser plenificadas por Cristo. Solo Él tiene palabras de vida eterna.
Hace tres años, justo en un día como hoy, el Papa Francisco estaba con nosotros aquí en nuestra Diócesis de Villarrica, en Maquehue, y nos decía:
“La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido”. Cristo quita el pecado que nos mata y Él nos redime de la esclavitud.
Hoy también podemos repetir las palabras de San Juan Pablo II dirigidas a los jóvenes en Chile: “No tengan miedo de mirarlo a El! Miren al Señor: ¿Qué ven? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Miren al Señor con ojos atentos y descubrirán en El el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno.
Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Ustedes tienen sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Búsquenla y hállenla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma” (2 de abril de 1987).
Todos los que, movidos por el Espíritu Santo, acogen por la fe la Palabra de Dios, que es Cristo mismo, experimentan cómo van pasando paulatinamente de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la inquietud a la paz, de la tristeza a la alegría, de la incapacidad de amar a poder amar a Dios y al prójimo con todo el corazón.
Los miles de cristianos canonizados por la Iglesia, los Santos, nos dicen que esto es verdad. Ellos son el ejemplo vivo de lo que es capaz de hacer el Señor en nosotros. Primeramente, la Virgen María, la humilde esclava del Señor que dice siempre “hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). Y luego San José, el “varón justo” (Mt 1,19), que “en cada circunstancia de su vida supo pronunciar su «si», como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní” (Papa Francisco, Carta Apostólica Patris corde 3).
En cambio cuando el hombre intenta liberarse de la Palabra de Dios y constituirse él mismo en el último criterio de la verdad, con una absurda e inútil pretensión de ser como un dios que con su palabra es capaz de crear la realidad según el arbitrio de su voluntad, entonces, se repiten las consecuencias del primer pecado de nuestros padres.
A esto se refiere hoy San Pablo cuando nos advierte que lejos de la luz del Creador y de la Palabra de Dios, el cuerpo humano y el sentido de la sexualidad se pervierten.
El hombre deja de reconocerse criatura de Dios y se vuelve amo de los demás, pero esclavo de sí mismo. Deja de reconocerse hijo de Dios y ya no puede ver en los demás hombres a hermanos a quienes amar y servir. Como Caín, el hermano mata a su hermano. El que tiene más poder, aplasta al más débil. No otra cosa es la legalización del aborto y de la eutanasia.
Hoy escuchemos al Señor que nos pregunta: “¿Qué buscan?” (Jn 1,38). Es como si nos dijera: “Tu búsqueda de sentido de la vida, del dolor y de la muerte, tu búsqueda de amor, seguridad, paz, alegría y felicidad lo encontrarás plenamente sólo en Mí”. Y como los discípulos del Evangelio, tenemos que ir con Él, verlo, vivir con Él, escucharlo.
Y podemos preguntar también nosotros: Jesús, “¿dónde vives?” (Jn 1,38). La respuesta es que Cristo vive resucitado en el Cielo para interceder por nosotros (ver Hb 7,25). Y desde el Cielo, Él viene a estar con nosotros en su Iglesia edificada en la tierra sobre la piedra de Cefas, Pedro (ver Jn 1,42; Mt 16), hoy el Papa Francisco. Jesús se une a nosotros a través de su Cuerpo, que es la Iglesia, de su Palabra que se anuncia y sus sacramentos de la fe que se celebran.
Jesús, “¿dónde vives?” (Jn 1,38). Y nos responde: “Vengan y lo verán” (Jn 1,39). Jesús está vivo aquí, en la Eucaristía. Cristo es la Vida y su Vida se nos comunica en el alimento de vida eterna, que es su propia Carne y Sangre. Jesús nos dice: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).
Con toda razón, ante esta revelación del misterio de la presencia eucarística de Cristo, San Pedro, ante la eventualidad de negarse a comer y beber la Carne y la Sangre del Cordero Inmolado y Resucitado, exclama: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).
Hermanos: La Palabra creadora de todas las cosas se hizo carne para restaurar el universo entero, a toda la humanidad y a cada uno de nosotros, y así “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10).
Acerquémonos a Cristo, la única Verdad que libera, el único Camino que conduce a la Vida eterna. Acerquémonos a la Eucaristía, el único alimento que no perece y que nos hace ser inmortales por la participación en la Resurrección de Cristo.
Adoremos a Cristo eucarístico y escuchémoslo, pues es la única Palabra pronunciada por el Padre. Vengamos a Cristo, a quien podemos ver y oír en la Eucaristía. Para ello, les invito a todos a estar con Jesús al menos uno hora a la semana en adoración en la Capilla de Adoración Perpetua, aquí junto al Obispado.
Vengan y verán dónde vive Jesús y podrán ser testigos de las maravillas que el Señor obrará en sus vidas.
+ Mons. Francisco Javier Stegmeier
Obispo de Villarrica