Hermanos en Jesucristo:
Nos convoca hoy nuestra devoción y cariño a la Madre del Señor, la siempre Virgen María. El Congreso Mariano, que hace 39 años inició el recordado y querido Hno. Onofre, es la ocasión de expresar nuestro reconocimiento a las “obras grandes” (Lc 1,49) que el Señor ha hecho en María y cómo las quiere seguir haciendo hoy en cada uno de nosotros, en la Iglesia y en el mundo entero, precisamente a través de la maternal y poderosa intercesión de nuestra Madre del Cielo.
En estos tiempos difíciles por los qué pasa la Iglesia, nuestra mirada se dirige, llena de confianza y esperanza, al Señor de las misericordias y de todos los bienes. Él es nuestra salvación, la única salvación posible. Y nos dirigimos a Él con la certeza de que vendrá en nuestro auxilio cómo y cuándo quiera.
Con la Virgen María digamos: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1,46-47). Y digamos con Jeremías: “Griten de alegría, regocíjense, proclamen, alaben y digan: el Señor ha salvado a su pueblo” (Jer 31,7). El Señor en su providencia permite nuestros pecados y miserias personales y eclesiales para manifestar que su amor y su poder son capaces de hacerlo todo nuevo, santo y hermoso. Después de purificarnos, Dios nos hará participar de la alegría de su salvación.
Volveremos al Señor con “la boca llena de risas, con la lengua de cantares, porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Sal 126,2). Volveremos purificados al Señor, limpios de pecado y llenos de misericordia y de amor. Seremos el pueblo humilde que ya no confiará en sí mismo, ni en sus fuerzas, ni en el mundo, sino solo en Jesucristo y en su gracia redentora. Como María, la Iglesia es la “humilde esclava del Señor” (Lc 1,48) que vuelve a Él después de sufrir. Vuelve con la humildad de saberse salvada por amor.
Desde nuestra postración gritemos a Jesucristo, como Bartimeo, el ciego del Evangelio: “Hijo de David, ten compasión de mí” (Mc 10,47). Con fe digámosle: “Maestro, que vea” (Mc 10,52) Sí, que podamos ver cómo la misericordia del Señor llega a los que le temen de generación en generación. Que veamos cómo “dónde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
Proclamemos con Bartimeo, que Jesucristo es el Hijo de David, anunciado como el Mesías, que nos dice: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres el Evangelio, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).
Los pobres como Bartimeo, como nosotros, acogen con un corazón humilde el Evangelio, el anuncio de la salvación. Son pobres porque reconocen que su mayor pobreza es la de ser pecadores y que el único que puede liberarles es Jesucristo. Nosotros somos el pueblo mesiánico, porque hemos sido rescatados por Jesucristo del pecado, del demonio y de la eterna condenación y hemos sido llamados al Reino de la luz.
¡Somos “hijos de la luz”! (1 Tes 5,5). Lo nuestro es ver por la fe el amor de Jesucristo actuando en medio de nosotros. Es ver que el poder de Cristo es superior a todo mal y a todos los enemigos del pueblo mesiánico. Nuestro Rey es el Señor. No podemos andar acomplejados ante el mundo por ser católicos. Pidamos al Señor que por la fe nos haga ver que conocer a Jesucristo y ser amados por Él es lo más grande que nos puede pasar.
Pongamos a Jesucristo en el corazón de la Iglesia. Pongamos a la Iglesia en el Corazón de Jesucristo. Y nosotros, entremos en el Corazón de Cristo y de la Iglesia. En nuestras dificultades, en medio de las persecuciones pongámonos de pie. Sigamos el ejemplo de tantos hermanos nuestros que a lo largo de los siglos, también en nuestros días, se dispusieron a ser testigos de Cristo hasta derramar su sangre. Miremos a Jesucristo, “sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fíjense ustedes en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcan faltos de ánimo” (Hb 12,2-3).
Señor, sana nuestra ceguera y haznos ver cómo Tú eres el Corazón de la Iglesia siempre latiendo de amor en Ella por tu presencia en la Eucaristía. Ella es el más grande y preciado tesoro de la Iglesia, porque la Eucaristía es Cristo mismo y la fuente de todos los bienes. La Iglesia jamás morirá porque en Ella vive siempre Cristo. Él es su vida y de esa vida la Iglesia saca sabia siempre nueva que la rejuvenece y la santifica.
Cristo es el Sumo y Eterno Sacerdote que está frente a su Padre en el cielo mostrándole sus llagas gloriosas a favor nuestro: “De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7,25). Cristo es el mediador perfecto y compasivo. En el hoy de la Iglesia, Cristo actualiza su misión sacerdotal en el memorial de su sacrificio en la Cruz en cada Santa Misa. El Santo y Poderoso ha elegido a hombres pecadores y débiles para perpetuar su sacrificio.
Volvamos a gritarle al Señor: “Maestro, que vea”. Que por la fe vea el misterio escondido en cada sacerdote elegido por Cristo para continuar su obra redentora. Esta misma fe tiene que llevarnos a orar aún más insistentemente por los sacerdotes, como sé que ustedes, hermanos aquí presentes, lo hacen, sobre todo en las actuales circunstancias de la Iglesia.
Hoy nos acompañan estos tres nuevos sacerdotes, a quienes pido que se pongan de pie: el P. Erwin Sanhueza, el P. Daniel Rojas y el P. Cristian Rivera. Llevan solo 46 días de ordenados sacerdotes. Y son jóvenes. Ellos, sin mérito propio y sin pretenderlo, son testigos vivos de la vitalidad de la Iglesia siempre animada por el Espíritu Santo. Son también frutos del Corazón de Cristo y de la oración incesante de tantos fieles a lo largo de muchos años. Sigamos orando por estos tres hermanos nuestros y por todos los sacerdotes, para que su alegría sea siempre el amor de Cristo. Oremos también por las vocaciones sacerdotales y por la perseverancia de los seminaristas.
Volvamos nuestra mirada a María. Ella nos indica el camino, porque tomados de su mano nos conduce a su Hijo, Jesucristo. Más aún, María es la que nos lo dio, dándolo a luz virginalmente. En Ella el Hijo eterno del Padre comenzó a ser sacerdote al tomar nuestra carne mortal. María es la Mujer Eucarística que llevó, como primer sagrario de la historia, a Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero de alma y cuerpo, de carne y sangre. Con cuánta razón la Virgen podría decir: “Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). María nos enseña a recibir a Cristo sacramentalmente en su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y de vino.
La Eucaristía es el sacramento de nuestra fe. Creamos con la fe de Bartimeo. Como él, saltemos y acerquémonos a Jesús. Por la fe, recobraremos la vista y podremos seguirlo por el camino de nuestra vida. Creamos con la fe de María, para ser como Ella dichosos porque hemos creído que se cumplirían las cosas que fueron dichas de parte del Señor (cf. Lc 1,45). Por la fe, María es la Mujer Eucarística que llevó en su vientre al “Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51). Que también nosotros, por la fe, recibamos la vida eterna en cada comunión eucarística. Que seamos hombres eucarísticos. Que por la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo nos vayamos transformando en Él, hasta poder decir: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
Somos el Pueblo Mesiánico. Somos el Santo Pueblo fiel de Dios. La Iglesia es el Sacramento Universal de Salvación. Hemos sido enviados por Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo, a ir al mundo entero para proclamar el Evangelio de Salvación. Jesucristo está con nosotros y con Él hemos de convertir a Chile y a todo el universo en su Reino. Amén.