Domingo 14º del Tiempo Ordinario – Ciclo A (5 de julio de 2020)
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Primera lectura: Lectura de la profecía de Zacarías (9,9-10)
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Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14
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Segunda lectura: Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,9.11-13)
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Evangelio según san Mateo (11,25-30)
Hermanos en Jesucristo:
“Alégrate, canta, mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde” (Zac 9,9). El Señor nos ha creado para ser felices. Nuestra vocación es a la alegría del Cielo, a cantar eternamente las misericordias del Señor.
“Alégrate tú” ahora, ya, en esperanza, porque viene Aquel que hará posible que vivas una alegría indecible, que sólo se puede expresar con el canto. Si Dios nos ha dado participar de su infinita felicidad, el demonio, al tentarnos y nosotros pecar libremente, nos ha hecho participar de la tristeza de la muerte.
Por el pecado, el mundo se convirtió en un valle de lágrimas. Y lo que hay de alegría en el corazón de un hombre muerto a causa del pecado es sólo un pálido reflejo de aquella alegría que procede del Señor.
“Alégrate tú”, porque no eres tú quién tiene que ir a buscar la alegría. Es ella la que viene a ti. Lo hemos escuchado, lo ha dicho hoy el Señor: “Alégrate tú…, mira a tu rey que viene a ti”. La alegría se te da como un regalo. Podrás comprar con dinero cosas, placeres, sucedáneos de alegría.
Pero la alegría auténtica y plena no se compra. La alegría se recibe como un regalo. Se recibe junto al don de la fe en aquel que es la alegría. Es la alegría de quien, no teniendo nada, lo espera todo del Señor de la alegría, Jesucristo. Es la alegría del que se reconoce pobre ante el Señor.
El mundo quiere convencernos que la vida de seguimiento de Cristo es triste, oscura, lóbrega. Nos miente diciéndonos que para ser felices hay que alejarse del Señor y de su Iglesia. Y se llega al colmo del engaño diabólico al decir que para ser feliz hay que pecar y que sólo así se vive de verdad.
¿Por qué nos complicamos tanto en la búsqueda de la felicidad? ¿Por qué nos dejamos engañar tan fácilmente por el seductor que nos tienta con felicidades mentirosas?
Porque no nos reconocemos pobres, porque no nos hacemos pequeños antes el Señor, no somos como niños en su presencia, porque no asumimos en todas sus dimensiones nuestra condición de pecadores. Es porque no somos humildes.
Y otra vez viene el Señor a iluminar nuestras tinieblas y a orientar nuestra confusión. Nos muestra el camino de la alegría: “¡Todos los sedientos, vayan por agua, y los que no tienen plata, vengan, compren y coman, sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y su dinero en lo que no sacia? Háganme caso y coman cosa buena, y disfrutarán con algo sustancioso. Apliquen el oído y acudan a mí, oigan y vivirá su alma. Pues voy a firmar con ustedes una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David” (Is 55,1-3).
Hermanos, pidamos ahora que se cumpla hoy la Palabra de Cristo: que nos haga sencillos, nos haga pobres de corazón, nos haga ser como niños en sus brazos. Cuando el Señor realice el milagro de convertirnos a Él, reconociéndonos absolutamente necesitados de su amor misericordioso para ser felices, entonces se nos revelará todo aquello que el Padre nos quiere comunicar. Comprenderemos espiritualmente esas cosas que no pueden comprender los sabios y entendidos de este mundo.
En efecto, los sabios y entendidos de este mundo, es decir, aquellos que viven según la carne, los que procuran la felicidad al margen de Cristo ¿qué han logrado? Han logrado construir el mundo que vemos todos los días por las noticias. En un mundo desintegrado, decadente, estéril, envejecido, agresivo, triste, temeroso, angustiado. Es la ceguera de un mundo que, desesperado, busca todos los remedios imaginables para sus males, pero descartando a Dios y a su enviado Jesucristo. Y nos dice hoy San Pablo quienes así piensan y viven van a la muerte.
¿Y qué entiende, en cambio, el pequeño? Entiende que es verdad lo que hoy hemos escuchado: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y Yo los aliviaré… y encontrarán descanso” (Mt 11,28.29). Aquello que entienden los pequeños es que el don total y absoluto de Dios a los hombres es Jesucristo. Entienden que “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
Ha sido enviado al mundo aquel que es la fuente de todo bien, el remedio de todos los males, la causa de aquella alegría que nadie nos la podrá quitar. Viene a nosotros el Rey del Universo, el Señor de todas las cosas, el Autor de la Vida, Aquel a quien el Padre le ha entregado todo.
Pero viene manso y humilde, viene pobre y obediente hasta la muerte y muerte en cruz. “Pues ustedes conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que los enriqueciera con su pobreza” (2 Cor 8,9).
Y sólo puede ir a Él el pequeño, el niño, el pobre, el cansado, el agobiado, el pecador.
Es todo tan sencillo, que esto lo entienden los pequeños, los niños, los humildes, pos pobres, los pecadores. Es tan simple todo. Y, sin embargo, qué misterio es el hombre, que no entiende dónde está su bien y su alegría.
Lo primero es creer en Cristo: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado” (Jn 6,29). Pero hay que pedir al Señor la gracia que sea una fe intensa, incisiva, que penetre todos los ámbitos de la vida. No basta con tener fe. Hay que ser hombres de fe, vivir de la fe. Es decir, por la fe, vivir en plenitud la vida nueva recibida en el bautismo, vivir la verdad de nuestra condición de Hijos del Padre, configurados con el Hijo eterno, Jesucristo, y animados por el Espíritu Santo.
Decía el Papa Francisco: “La naturaleza sacramental (personal y eclesial) de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí, que genera vida” (Lumen Fidei 44).
“Mira a tu rey que viene a ti” (Zac 9,9) en la Eucaristía. Aquí estamos celebrando este misterio de la fe. Lo dice el Señor: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35). “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y Yo los aliviaré… y encontrarán descanso” (Mt 11,28.29).
Nos dice Cristo: Yo voy a ustedes en la Eucaristía. Es el Padre por el Espíritu Santo quien los atrae hacia mí. Entonces “vengan a mí”. Vayamos siempre, todos los días a Cristo en la Eucaristía, el Pan de Vida, la Carne de Cristo que hay que comer, la Sangre de Cristo que hay que beber.
Qué pena da ver a tantos fieles cristianos impedidos de poder comer y beber a Cristo en la Eucaristía a causa de la pandemia. Cómo quisiéramos volver a la normalidad por este solo hecho. Pero más pena da cuando a más del 90% de los católicos, precisamente quienes se distinguen de otras confesiones religiosas por la fe en la Eucaristía, no les importa la Eucaristía. Y así vemos los efectos en la vida personal, familiar y social.
Renovemos hoy nuestra fe en Cristo. Creamos que Él es nuestra alegría. Y Que Él nos alimenta todos los días con su Carne y Sangre en la comunión eucarística.
Pidamos a la Virgen María que nos interceda de su Hijo Jesucristo el don de la fe, como fuente de alegría, como ella las tuvo. En efecto de ella se dice: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). Y también que nos interceda el don de la humildad. Que como Ella nos no solo digamos que somos “los humildes esclavos del Señor” (ver Lc 1,38), sino que lo seamos, a semejanza de Cristo, manso y humilde, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. A quien sea todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén