Catedral de Villarrica, 08 de septiembre de 2018
Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María
Hermanos en Jesucristo:
Llenos de gozo y esperanza en el Señor celebramos, en este día de la Natividad de la Santísima Virgen María, la ordenación presbiteral de nuestros tres hermanos Cristian, Daniel y Erwin. El templo rebosante de fieles, venidos de todos los lugares de la Diócesis de Villarrica, representa al Santo Pueblo fiel de Dios convocado por el Espíritu Santo en torno a Jesucristo, en la confesión de una misma fe, en la celebración de los mismos sacramentos y en la comunión de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, cuya cabeza y roca visible en la tierra es el Sucesor de Pedro, hoy el Papa Francisco.
Este es el Santo Pueblo fiel de Dios que se alegra indeciblemente con las cosas santas de Dios. Es la asamblea de fieles que puede decir como la Virgen María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 46-47). En medio de las dificultades y del dolor, aun cuando la misma Iglesia sufra el pecado en sus miembros consagrados, el Pueblo de Dios permanece fiel, porque sabe por la fe, en su pobreza y humildad, que la salvación sólo puede venir del Señor, porque ha puesto sus esperanzas en las promesas de Dios. Por eso, también de este Pueblo se puede decir lo que Santa Isabel le dice a la Virgen María: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45).
En el Evangelio se nos habla del plan de salvación de Dios que se va desplegando de generación en generación a lo largo de la historia. Es un designio nacido desde toda la eternidad en el Corazón del Padre, preparado por siglos y siglos y, por la acción del Espíritu Santo, realizado de un modo pleno y definitivo en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4-5).
Es el Señor, en su providencia sabia, justa y amorosa, quien conduce la historia, determina los tiempos de su intervención y elige a las personas según su benévolo designio. Para nuestros hermanos Erwin, Cristian y Daniel esta es la mejor época para ordenarse sacerdote. Es un momento histórico privilegiado para el anuncio de Jesucristo como único Salvador de la humanidad, como el Señor de la historia, como la vida de cada persona y como el centro de la Iglesia.
La Palabra de Dios nos dice hoy que el Señor es el grande. En su presencia somos todos pequeños y sin Él somos nada y nada podemos hacer (cf. Jn 15,4-5). Estamos viviendo una realidad que nos hace experimentar nuestra pequeñez, nuestra insuficiencia, nuestra debilidad y nuestro pecado. Pero también es el tiempo del poder de Dios. Es el tiempo de la esperanza. Dios elige lo pequeño, lo que no vale para llevar adelante su plan de salvación (cf. 1 Cor 1,26-31).
En efecto, “sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28).
¡Qué bien nos hace contemplar la historia de la salvación y la de la misma Iglesia! Veamos cómo Dios elige a un matrimonio estéril -Abraham y Sara- humanamente incapaz de generar vida, para dar origen a todo un pueblo, numeroso como las estrellas del cielo (cf. Gen 15,5). El Profeta Miqueas anuncia que “de Belén Efratá, pequeña entre las tribus de Judá” saldrá aquel que “pastoreará con la fuerza del Señor” (Miq 5,1.3). Elige a una mujer sencilla de Israel, esposa de un carpintero, que se reconoce ser simplemente la humilde esclava del Señor para ser la Madre de Dios, Jesucristo, el Mesías Salvador del mundo. Y más aún nuestra salvación viene de uno que “se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo (…) y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Fil 2,7-8).
De pequeños pueblos -Angol, Máfil, Toltén-, como chilenos Belenes de Efratá, Jesucristo elige a hombres desconocidos para el mundo, pero de siempre conocidos de Dios. Hombres de humilde origen, marcados por el pecado y las debilidades, con una historia, una familia y una cultura concretas. Esto es también lo que vemos en los primeros apóstoles. Es también lo que nos hace ver San Pablo: “¡Miren, hermano, quiénes han sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es” (1 Cor 1,26-28).
En la debilidad humana más se manifiesta el poder de Dios. En efecto, “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).
Es el Señor quien ha elegido a Daniel, Erwin y Cristian para mostrar en ellos que el Evangelio “es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16), fuerza que ellos mismos experimentarán en sus vidas y verán cómo por su medio Jesús “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21).
Así como a San José se le dice: “No temas tomar contigo a María tu mujer porque ciertamente lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo” (Mt 1,20), así también el Señor les dice hoy a estos tres jóvenes que no teman, porque por el Sacramento del orden sacerdotal, recibirán ciertamente la gracia del Espíritu Santo por lo cual podrán, con el poder de Dios manifestado en el anuncio del Evangelio, en la celebración de los Sacramentos y el servicio de la caridad, engendrar a Jesucristo en tantísimos hombres y mujeres necesitados de salvación.
Ustedes, Cristian, Daniel y Erwin, con la conciencia de ser indignos siervos de los siervos de Dios, recibirán el poder divino de perdonar los pecados y de comunicar la vida eterna, especialmente en la celebración diaria de la Eucaristía. Con Dios serán procreadores de una humanidad nueva. Ustedes, hermanos, con su ministerio sacerdotal harán que “el que está en Cristo, sea una nueva creación” (2 Cor 5,17).
En la ordenación sacerdotal de nuestros hermanos reconocemos ante Dios que “eterna es su misericordia” (Sal 135). El Señor tiene designios de amor para la humanidad y para cada uno de nosotros. Dios quiere nuestro bien y nuestra felicidad. Para eso nos ha creado y nos ha redimido por Jesucristo. La divina misericordia triunfará finalmente sobre el pecado, el demonio y la muerte. Cristo será todo en todos (cf. Col 3,11).
La misericordia de Dios por el mundo manifestado en Jesucristo, “quien, habiendo amado a los suyos (…) los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), nos impulsa a ir por todas partes anunciado a Jesucristo como el único Salvador, el único Camino, la única Verdad y la única Vida que conduce al Padre y a la eterna bienaventuranza (cf. Jn 14,6). La felicidad definitiva del hombre viene sólo de Cristo.
Contemplando las ansias redentoras de Cristo y por amor a la humanidad que sufre la lejanía de Dios, nace del corazón del apóstol la exclamación: “Ay de mí si no evangelizara” (1Cor 9,16). El Espíritu Santo suscita el ardor apostólico, la “parresía” que lleva al Buen Pastor a la disposición de dar su propia vida por las ovejas, incluso por la descarriada. El mundo, aún sin saberlo y aunque quizá nos pida explícitamente otras cosas, espera de la Iglesia sólo que se le anuncie a Jesucristo. Es lo que le dice Pedro al mendigo que pide dinero: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy” (Hch 3,6), a Jesucristo muerto y resucitado.
Hermanos no teman ante el don del sacerdocio ni ante sus exigencias. No teman ante las actuales dificultades por las que atraviesa la Iglesia. No teman ante las contradicciones. Es verdad que no les será fácil el ejercicio de su ministerio.
Ante esta realidad, ¿qué les dice el Señor a cada uno de ustedes?: “Mi gracia te basta” (2 Cor 12,9). Sean fieles a Jesucristo, a su Palabra y al Espíritu Santo que obra en ustedes. Sean fieles a lo que la Iglesia y el Papa Francisco dice respecto al sacerdocio en su Magisterio. Verán que efectivamente podrán desempeñar un ministerio abundante de frutos, entre los que se contará la propia alegría en el Señor. Si. El sacerdote fiel a Jesucristo, a la Iglesia y a su ministerio es feliz, muy feliz, aun en medio de persecuciones y dificultades. Su testimonio sacerdotal motivará a muchos jóvenes a querer ser también sacerdotes de Cristo y de la Iglesia.
También contarán con el cuidado de su Madre y Maestra, la Iglesia, ahora de un modo nuevo. Ustedes se integrarán a la comunión del presbiterio de esta Diócesis de Villarrica. Sus hermanos mayores en el sacerdocio están puestos por Dios para darles el buen ejemplo de la vivencia de un ministerio pleno, feliz, dedicado por completo a Jesucristo, a la Iglesia y a los hermanos “en lo que toca a Dios” (Hb 2,17). Con ellos conformarán una fraternidad sacramental sacerdotal que les ayudará en su vida personal y pastoral.
Contarán con el cariño, la compañía y la oración de los fieles. A ustedes hermanos, aquí presentes, les pido que oren insistentemente por estos nuevos sacerdotes. Ayúdenles a ser sacerdotes santos con sus plegarias, su cercanía y, si es necesario, con su corrección fraterna. Oremos al Señor también por sus familias, de las que han surgido estas vocaciones sacerdotales. Les bendiga Dios con la gracia de su amor.
Por último, ponemos la vida y el ministerio sacerdotal de nuestros hermanos Erwin, Daniel y Cristian bajo la materna protección de la Virgen María. Así como Ella acompañó a su Hijo Jesús desde su encarnación y nacimiento hasta su muerte y resurrección, así también les acompañará a ustedes siempre a lo largo de su ministerio. Sean siempre todo de Ella para así ser todo de Jesucristo y de los fieles como buenos pastores que conducen a su grey hacia la participación de la vida eterna en la comunión con el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.