Hermanos en Jesucristo:
En este día celebramos la Fiesta de la Transfiguración del Señor. Cristo, manifestando a sus apóstoles la gloria de su divinidad, les hace gustar de alguna manera la felicidad del cielo. Por eso Pedro dice: “¡Qué bien se está aquí!” (Mc 9, 5) y por eso quiere que la experiencia de la Transfiguración se prolongue en el tiempo, tanto así que está pensando en poner unas carpas para quedarse ahí.
El deseo de Pedro es comprensible cuando se vive en un mundo en que está presente el pecado con sus consecuencias de dolor y tristeza. A todos nos gustaría vivir, aquí y ahora, plenamente felices. Algunos están tentados de lograrlo procurando una existencia de bienestar sin referencia a la causa principal del mal, que es el pecado entendido como desobediencia a Dios, y sin tener en cuenta que el hombre está hecho por Dios y para Dios. Estos se olvidan que sólo se puede ser feliz en y con Dios. Como decía San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Para quienes creemos en Jesucristo, su Transfiguración nos hace vivir todo desde la fe. Somos lúcidos en reconocer que nuestro corazón está herido por el pecado y que, mientras estemos en este mundo, el dolor estará presente como un permanente compañero de viaje. Pero somos también lúcidos al afirmar que “sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rm 8,28). Toda nuestra vida, marcada por el pecado y el sufrimiento, será conducida hacia su transfiguración gloriosa por la redención de Jesucristo.
Por nuestra participación en la muerte y resurrección de Cristo a través del bautismo (ver Rm 6,1-14), ya estamos participando de alguna manera en la Transfiguración del Señor, precisamente porque opera en nosotros la fuerza transformante de la gracia del Espíritu Santo. En efecto, “con Cristo, pues, hemos sido sepultados por el bautismo en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida” (Rm 6,4).
Esta novedad de vida es la que se refleja en los santos, como por ejemplo San Alberto Hurtado, cuya memoria celebramos el 18 de agosto. Entrar en el misterio de Jesucristo nos hace comprender cómo lo que para el hombre es fuente de muerte se convierte en fuente de vida, pues “como en Adán mueren todos, así también en Cristo serán todos vivificados” (1 Cor 15,22).
Las dificultades e incluso los propios pecados, vividos en la fe y la esperanza en Jesucristo, se convierten así en una Cruz gloriosa que transfigurará el dolor de este mundo en la alegría eterna del Cielo.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica