Hermanos en Jesucristo:
En este último tiempo hemos visto con pesar cómo aumenta la violencia y se enseñorea de nuestras calles y colegios. Por nada se agrede y se mata a inocentes. Hoy nadie está libre de ser víctima de un insulto, un robo o de ser asesinado.
Las personas de bien son conscientes de que esta situación no puede continuar así y que es necesario tomar medidas. Es verdad que, dado el actual nivel de violencia, se requieren inmediatas medidas de seguridad en el orden legal y policial. Pero esto es del todo insuficiente y, a la larga, inútil, si no se elimina de raíz la causa del mal y no se procura el remedio definitivo.
Hay que darse cuenta que a mayor desprecio de Dios en la sociedad, el Estado se hace más policiaco. Es decir, cuando se pierde la conciencia de que Dios es el garante último de la vida social, se traspasan todos los límites de la moralidad que regula la vida personal y la convivencia social.
Sin la referencia al Dios verdadero, personal y trascendente, el hombre hace lo que esté al alcance de su poder, sin considerar si su acción es conforme a la verdad y a la bondad inherentes a la dignidad de la persona. Así, por ejemplo, da lo mismo mentir, robar o matar, aunque haga mal tanto al malhechor como a la víctima.
La legalización del aborto está en la base de la violencia social. Si impunemente se puede matar a la más inocente e indefensa de las personas, nada impide que se cometan otras atrocidades menos graves.
No hay que ser profeta para afirmar que si se llegase a aprobar la Constitución actualmente en elaboración, aumentará la espiral de violencia a niveles nunca vistos en Chile. No puede ser de otro modo, toda vez que no solo se margina completamente a Dios, sino que se desconoce la verdad de la persona humana y su centralidad en todos los órdenes de la vida social.
El 13 de mayo celebraremos a la Virgen de Fátima, quien nos recuerda la enseñanza del Evangelio: «Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,15). Como país, volvamos a Cristo: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).