Hermanos en Jesucristo:
Con el Domingo de Ramos se inicio la Semana Santa. Esta celebración cristiana encierra en plenitud el verdadero sentido de la historia, de la entera humanidad y de cada persona, es decir, de cada uno de nosotros.
A partir del pecado de nuestros primeros padres, todos los hombres «habitan en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79). La realidad del dolor está transversalmente presente en todos los tiempos, en todas partes, en todos los pueblos y afecta a cada individuo, sin excepción. La causa de este mal es aquel acto libre del primer hombre que decide «ser como dios» (ver Gn 3,5), pero sin Dios, más aún, contra Dios, rechazando su amor y no queriendo amarlo con todo su corazón.
La consecuencia del rechazo de Dios está a la vista. La persona humana padece la desintegración de su ser, según palabras de San Pablo: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,15). El Salmista entendió la razón de este comportamiento: «Mira que nací culpable, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7).
El pecado original de nuestros primeros padres y el nuestro personal también desintegra la convivencia fraterna y la vida social. A mayor lejanía de Dios, más se deshumaniza la persona y la sociedad. Una y otra vez se repite la tragedia de que, si se rechaza a Dios, el hermano mata a su hermano: «Se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4,8).
El rechazo de Dios es la última explicación de la cada vez mayor desintegración social, expresada en todo tipo de violencia, en el desenfreno moral, en la crisis de la familia y de la educación, en la delincuencia descontrolada.
¡Cuán cierto es que «si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila los centinelas» (Sal 127,1). Como nunca se multiplican las medidas de seguridad para evitar la delincuencia: leyes más severas, aumento de dotación policíaca, más rejas y cámaras de seguridad…, pero, de igual modo, como nunca está desatada la delincuencia. Si Dios está ausente del corazón del hombre y de la sociedad, todo es en vano.
La solución a tan grave problema es sencillo y está a la mano: Volver de corazón al Señor, reconocer a Cristo como el único que puede quitar el pecado del mundo, sanar sus heridas en el hombres y devolvernos la vida divina que por el pecado habíamos perdido.
La celebración de Semana Santa es volver a poner en el centro aquel acontecimiento que cambió para siempre la tragedia de muerte del pecado en esperanza cierta de poder poseer vida eterna: Cristo, el Señor, con su muerte destruyó el pecado y la muerte y con su Resurrección nos dio vida eterna.
Hace treinta y seis años, San Juan Pablo II nos dijo esto mismo en su visita a Chile: «Miren al Señor… Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de Él sólo hay oscuridad y muerte. Ustedes tienen sed de vida. ¡De vida eterna! Búsquenla y hállenla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma… ¡Busquen a Cristo! ¡Miren a Cristo! ¡Vivan en Cristo!».