Hermanos en Jesucristo:
La cercanía de Navidad nos recuerda cómo con Cristo aparece en la historia una novedad que nunca antes se había dado y que nunca más volverá a repetirse. Todo lo anterior a Cristo era preparación para su venido y todo lo posterior a Él es el despliegue de su obra de redención hasta que alcance su pleno desarrollo “en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10).
La plenitud de los tiempos se da en el instante en que el eterno Hijo de Dios se hace hombre. Es la cúspide insuperable de la historia. Desde que Cristo vino al mundo, todo queda divido en antes de Él y después de Él. La venida de Cristo es comparada a la salida del sol que vence la oscuridad de las tinieblas y hace brillar la luz radiante del día. Sin Cristo los hombres viven sumergidos en las obras de muerte. Con Cristo se renace a la vida.
Cristo vino para salvarnos y darnos la vida eterna: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5).
Adviento, como tiempo de gracia que prepara el nacimiento del Niño – Dios en Belén y la segunda venida de Cristo en la consumación de la historia, tiene como característica el énfasis de la esperanza cristiana, siempre acompañada de la alegría del Espíritu Santo. Adviento se nos presenta como una actualización de la gracia acontecida en Navidad y es también una promesa y un anticipo de la segunda venida del Señor. Cristo nos invita a estar atentos a su venida.
La misma alegría del corazón que anhela el nacimiento de Jesús, es la que debe acompañar nuestra espera de su venida gloriosa al final de los tiempos. Esa venida no es para un cristiano el fatídico “acabo de mundo”, sino el cumplimiento de las promesas del Señor. Por eso, “cuando empiecen a suceder estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza porque se acerca la liberación de ustedes” (Lc 21,28).
Al igual que los primeros cristianos, hemos de anhelar que el Señor venga pronto a consumar su obra redentora. Debemos pedir que Cristo venga pronto, porque con su venida se hará realidad esta promesa: “Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado… Mira que hago un mundo nuevo” (Ap 21,4-5).
Esto es lo que pedimos cada día en el Padre Nuestro: “Venga a nosotros tu Reino”, y proclamamos en cada Misa: «Maranatha: Ven Señor» (1Cor 16,22).
Mientras tanto, hemos de vivir de la fe, de la esperanza y del amor a Dios y a nuestros hermanos.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica