Hermanos en Jesucristo:
El domingo pasado, en medio de la Cuaresma, contemplamos el misterio de la Transfiguración de Jesús. Nos dice el Evangelio que el Señor, después de haberse transfigurado mostrando su gloria de Dios, dice a sus discípulos: “No cuenten a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17,9).
Cristo tendrá que ser humillado con todo tipo de insultos y desprecios, sufrirá la flagelación y la coronación de espinas, cargará con la cruz y finalmente morirá crucificado después de indecibles dolores. En efecto, Cristo, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,6-8).
En la Transfiguración, Cristo quiso preparar a sus discípulos a lo que sería la necedad y el escándalo de la cruz (ver 1 Cor 1,23). Si la pasión del Señor fue la máxima expresión de su anonadamiento y lo que más ocultó su condición de Dios, la Transfiguración, en cambio, es la máxima manifestación de su gloria divina, antes de su Resurrección. Los apóstoles, además de ver esa gloria, escucharon la voz del Padre, en referencia a Cristo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escúchenle” (Mt 17, 5).
De esta manera, Jesucristo anima a sus discípulos a perseverar en la fe y la esperanza en medio de las dificultades de esta vida, sabiendo que lo que viene después es el cumplimiento de las promesas del Señor, es decir, la alegría eterna del Cielo. Cuando contemplemos la gloria de Dios cara a cara, podremos decir para siempre: “Señor, ¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17, 4).
Con los ojos de la fe hemos de mirar a Jesús, quien “desciende para sufrir en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?” (San Agustín).
El Señor nos ha dicho: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará” (Lc 9,23-24). Estas palabras dicen simplemente la verdad de nuestra vida marcada por el pecado, pero que nos aseguran que siguiendo el camino de Cristo y unidos a Él por la gracia del Espíritu Santo tenemos la confianza de participar también de su gloria y Resurrección.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica