
A la Jornada Mundial de Jóvenes llegaron jóvenes de todo el mundo. Se palpó la catolicidad de la Iglesia. Aquí pudimos decir: «Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Impresiona escuchar tan distintos idiomas y, sin embargo, entendernos en el lenguaje de la misma fe y de la caridad: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2,4).
En cada JMJ se renueva el milagro de Pentecostés. El Espíritu Santo intensifica la fe como adhesión a Jesucristo en la comunión eclesial y suscita el ardor apostólico del anuncio del Evangelio. En efecto, los Apóstoles, antes encerrados en sus miedos, salen llenos de valentía para anunciar a Cristo.
Es fruto del Espíritu exclamar: «Ay de mí si no evangelizare» (1 Cor 9,16). Muchos se opondrán a este anuncio, como les pasó a los mismos Apóstoles: Los del Sanedrín «les llamaron y les mandaron que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús» (Hch 4,18). Pero responden: «Juzgen ustedes si es justo delante de Dios obedecerles a ustedes más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,19-20).
La Iglesia nació para esto: Anunciar a Cristo al mundo entero. Es el mandato del Señor a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
La JMJ es una concentración de los jóvenes en torno a Cristo y a su representante en la tierra, el Papa Francisco. Se tiene que producir una especie de «big bang», es decir, desde un núcleo de fe se tiene que dar una gran explosión evangelizadora. Cada joven tendrá que ir a todos los rincones del mundo anunciando a Cristo, el único que «da la vida al mundo» (Jn 6,33).
Hoy también, Jesús al ver a la muchedumbre de jóvenes siente, «compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Los jóvenes cristianos son enviados a esos jóvenes que llevan una existencia sin sentido y sin perspectiva de vida eterna. Sólo Cristo lleva al hombre a su plenitud.
El Espíritu Santo suscita testigos en toda época y circunstancia. Habrá persecución, como lo advierte el Señor: «Miren que yo los envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16). Si somos ovejas de Jesús, el Buen Pastor, nada hemos de temer. Él nos cuidará y nos dará el Espíritu Santo para confesar su Nombre, aunque esto signifique morir. Los primeros cristianos consideraban que morir por Cristo era la máxima expresión de la confesión de fe, esperanza y amor. La palabra «testigo» se dice en griego «mártir» y «testimonio» se dice «martirio».
Todo bautizado está llamado a ser «mártir», dispuesto a amar a Cristo por sobre todas las cosas.