
Cada vez que tenemos que poner fecha a algo, lo hacemos –aún sin darnos cuenta- en relación a Jesucristo. En los libros de historia es habitual encontrarnos con la sigla a.C. y d.C., es decir, “antes de Cristo” y “después de Cristo”. Esto significa que todos los acontecimientos se ubican en relación a Jesucristo, si es que pasaron antes o después de Él.
Aunque no fuere así que nuestro calendario civil tuviese a Cristo como referente, sin embargo, Él de todos modos es el sentido de la historia, de las naciones y de cada persona, “porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16).
El Domingo que viene es la Ascensión del Señor. Es el acontecimiento por el cual Cristo sube al Cielo, para sentarse a la derecha del Padre. En la Biblia, esta expresión significa la igual condición divina del Hijo respecto al Padre. Y es también la realización en Cristo de todas las promesas dadas por Dios a Israel en el Antiguo Testamento: “A Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dan 7,14).
El misterio de la Ascensión de Cristo al Cielo nos muestra con toda claridad el sentido de todas las cosas, incluyendo la misma historia en la que estamos todos inmersos y que, tantas veces, nos parece errática. En Cristo descubrimos que todo tiene un origen ya establecido desde toda la eternidad en el corazón de Dios y que todo se ordena a un fin bien preciso: “Que Dios sea todo en todo” (1 Cor 15,28).
Nada escapa a la Providencia divina. Todo lo que acontece en la historia obedece a su designo de amor redentor. Todos los hombres somos parte de ese designio, de acuerdo a nuestra naturaleza de creaturas inteligentes, capaces de conocer la verdad, y con una voluntad libre, capaz de adherirse al bien. La historia nos muestra cuán libres somos los hombres, pues somos sus autores. El designio divino que conduce todas las cosas a un fin no es un determinismo ciego y necesario, pues de él participamos todos con nuestras decisiones morales, conscientes y libres.
La Resurrección y Ascensión del Señor son prenda cierta de un tiempo mesiánico en la tierra, en el que prevalecerá la justicia, el amor y la paz. Esto será fruto de la gracia de Cristo derramada profusamente por el don del Espíritu Santo, acompañado todo ello por la cruz de los cristianos para bien de toda la humanidad. La misión de la Iglesia, el nuevo Pueblo Mesiánico de Dios, es ser semilla y comienzo de este Reino de Cristo en la tierra.
En medio de las actuales graves dificultades, tanto en el mundo como en Chile, pongamos nuestra confianza en el Señor Jesucristo, quien ha dicho: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin” (Ap 22,13). La suma de la fidelidad de cada cristiano a la voluntad del Padre, aún en el más escondido lugar y en el más humilde servicio, contribuye a que se establezca en la tierra el Reino de Cristo, el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. Y luego vendrá la consumación de la historia en la vida eterna, por Cristo, con Él y en Él. Entonces, Cristo “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” y Él dirá: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap 21,4-5).