
De todo el mundo se está viajando a Lisboa, a la Jornada Mundial de Jóvenes (JMJ), a realizarse entre el 1 y el 6 de agosto. Son cientos de miles, incluso millones, de jóvenes católicos que quieren reunirse en torno a Jesucristo, fortalecer su fe en Él y anunciarlo a todos, especialmente a otros jóvenes.
La convocatoria mundial de jóvenes a gran escala la inició San Juan Pablo II. El mismo Papa decía que «el objetivo principal de las Jornadas es devolver al centro de la fe y la vida de cada joven la persona de Jesús, para que Él se convierta en el punto de referencia constante y también en la verdadera luz de cada iniciativa y compromiso educativo con las nuevas generaciones. Es el «estribillo» de cada Jornada Mundial. Y todas juntas aparecen como una invitación continua y urgente a basar la vida y la fe en la roca que es Cristo» (Mayo de 1996).
Los jóvenes van a reunirse con el Papa Francisco, porque él los convoca. La motivación de fondo es la fe en Cristo. Más allá de las actividades, casi siempre acertadas, en pocos casos cuestionables, lo que atrae a los jóvenes es encontrarse con otros jóvenes católicos de fe intensa, de convencida adhesión a Cristo, de querer seguirle hasta las últimas consecuencias y de anhelos que todos lo conozcan y amen como a su Señor y Salvador.
Esta fe explica el sacrificio de un viaje así. Los jóvenes que han participado dan testimonio de cuánto la JMJ les fortaleció la fe. Se va por fe y se regresa con más fe. En un mundo en que pareciera que los jóvenes ya no creen en Cristo ni se identifican con la Iglesia, es estimulante ver a millones de jóvenes reunidos profesando su fe en Cristo y su adhesión a la Iglesia.
El ambiente espiritual de la JMJ es profundamente cristiano. Se manifiesta la alegría de Cristo, resplandece la virtud de la castidad, el sentido de la oración y de la celebración de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Confesión.
Es todo lo contrario a la mentalidad secularizada de nuestro mundo occidental. Los jóvenes están en total desacuerdo con la afirmación de que «no queremos convertir a los jóvenes a Cristo». El masivo rechazo en las redes a estas palabras así lo confirma.
El católico secularizado, que en el fondo dejó de creer, piensa que lo nuestro es escuchar a los otros, aprender de ellos, un compartir fraternal. Desaparece el anuncio de Cristo. No hay nada que enseñar, nada que entregar. Se dejó de creer que Cristo es el único Salvador. Es una propuesta diluida, entre otras tantas propuestas. Estos cristianos pareciera que nunca han experimentado lo que dice el salmista: «Gusten y vean qué bueno es el Señor. Dichoso quien se acoge a Él» (Sal 33,9). Los hijos de estos católicos secularizados darán el paso consecuente de dejar de ser cristianos y católicos.
En cambio, lo que se ve en la JMJ es a jóvenes que quieren que otros jóvenes conozcan a Cristo, porque en Él se encuentra la vida plena. Lo mejor que le puede pasar a alguien es ser alcanzado por el amor y la gracia de Cristo. En la tierra experimentará la alegría y la paz de Cristo y en el cielo tendrá vida eterna, felicidad indecible.
Volviendo a las palabras de San Juan Pablo II, son los mismos jóvenes católicos de recia de cristiana venidos del mundo entero quienes conservan el sentido original de la JMJ: «Una invitación continua y urgente a basar la vida y la fe en la roca que es Cristo»