
El 21 de junio es el solsticio de invierno. Es el día más corto y la noche más larga de todo el año. A partir del solsticio de verano poco a poco comienza a disminuir la luz y a aumentar la oscuridad, al principio casi imperceptible y luego con mayor evidencia. Pero ahora será a la inversa. Veremos cómo progresivamente el día será más largo y la noche más corta.
Desde siempre este fenómeno de la creación ha llamado la atención a los hombres y lo han cargado de sentido simbólico y religioso. En nuestra zona, ejemplo de esto es la celebración del “we tripantu”, que viene a significar “año nuevo”, pues se da un nuevo renacer de la vida en el germinar de las semillas, el retoñar de los árboles y la reproducción de los animales.
La celebración del solsticio de invierno por parte de tan diversas culturas viene a ser la expresión de la alegría de la esperanza en el triunfo de la luz sobre la oscuridad y de la vida sobre la muerte. En el corazón de toda persona humana está el deseo de vivir siempre. Pero se encuentra ante la realidad del declinar de la vida y de la muerte.
Cada año son nuevos los frutos cosechados en verano y en otoño. No son los mismos de la temporada anterior. No nos importa que sean otros, sino que sean nuevos y buenos. En cambio, cuando muere una persona muy querida, ya no es lo mismo que sea reemplazada por otra que nazca. Menos todavía quiere uno morir, extinguirse para siempre, por más que se sepa que todos los días seguirán naciendo millones de niños.
En efecto, una cosa es la renovación del mundo vegetal y animal, otra muy distinta es la vocación a la eternidad inscrita en el corazón de cada persona. El alma humana es espiritual y por ello es inmortal. La gran interrogante ha sido siempre qué es lo que pasa después de la muerte.
La respuesta es Jesucristo. El simbolismo del sol y de la luz también se aplican a Él: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).
Cristo es “la luz luce en medio de las tinieblas” (Jn 1,5). Y sólo Él puede decir de sí mismo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,25-26)
Mientras todas las otras criaturas vivientes perecen y se convierten en otra cosa, la persona humana ha sido rescatada de la condenación por Cristo y está llamada a participar de su vida resucitada en el Cielo en la eterna felicidad de la comunión de amor con Dios, que es Padre y es Hijo y es Espíritu Santo.
El “we tripantu” alcanza su pleno sentido y realización en el misterio de Cristo muerto a causa de nuestros pecados y resucitado para darnos vida eterna.