A lo largo del Año Litúrgico, la Iglesia pone ante nuestros ojos los grandes acontecimientos cristianos de nuestra redención. Ayer contemplábamos el misterio de la Ascensión del Señor Jesucristo. Ahora nos estamos preparando para celebrar Pentecostés, es decir, el cumplimiento de la promesa del envío del Espíritu Santo.
«Pentecostés» (que significa en griego «cincuenta días») es la realización concreta en la Iglesia y en los fieles de los frutos de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. En efecto, el Señor nos prometió el poder nacer como hijos de Dios por el Bautismo del agua y del Espíritu Santo (ver Jn 3,1-8), recibir al Espíritu Paráclito (que significa en griego aquel que está junto a alguien para ayudarlo, defenderlo, fortalecerlo, aconsejarlo, confortarlo…, ver Jn 14,16.26), recibir al Espíritu de la verdad completa (ver Jn 14,17.26).
En Pentecostés los Apóstoles comprueban en sus propias vidas cómo se cumplen las promesas del Señor. San Pablo resumen la obra del Espíritu Santo en los cristianos, diciendo: «Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22-23).
Cuando Cristo le dice a los once Apóstoles que fueran al mundo entero, para evangelizar, convertir y bautizar a todos, lo hacía sabiendo que vendría el Espíritu Santo a ellos para capacitarlos desde adentro para llevar a cabo tan gigantesca misión. Ese Espíritu les iluminó la inteligencia con la fe, les fortaleció la voluntad con la caridad y les dio la valentía con la esperanza para salir de sí mismos y darse por enteros a los demás, para entregarles el bien más grande que cualquier persona puede recibir, que es Cristo mismo.
El punto de partida para convertir al mundo es la propia conversión por obra de la gracia del Espíritu Santo. Testimonio de esto son los santos, hombres y mujeres, niños, jóvenes, adultos y ancianos en los que habita plenamente la gracia de Cristo. Un ejemplo concreto es Santa Teresa de Calcuta. A ella le preguntaron: «Madre, si pudiera cambiar algo en la Iglesia, ¿qué cambiaría?». Ella dijo: «Me cambiaría a mí misma». Carlo Acutis, un adolescente muerto a los quince años y recientemente beatificado, afirmaba: «¿De qué sirve ganar mil batallas si no puedes vencer tus propias pasiones? La verdadera batalla tiene lugar dentro de nosotros mismos».
La experiencia nos muestra que quien pretende construir una sociedad más humana, justa y fraterna, pero teniendo en su corazón odio, discordias, iras, disensiones, envidias… (ver Gal 5,19-21), ciertamente se quedará sólo en las buenas intenciones, porque construirá una sociedad a imagen de su corazón.
En cambio, el Espíritu Santo prometido y enviado por Jesucristo nos muestra la centralidad de la persona, la necesidad de la gracia divina para la conversión del corazón y que sólo los cristianos santos son los que pueden transformar un mundo marcado por el pecado en aquel Reino de Cristo marcado por la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz.