
En la Iglesia celebramos el viernes que viene el misterio del amor misericordioso de Dios manifestado en el Corazón de Cristo. Toda la revelación divina está traspasada del amor de Dios que se acerca a una humanidad marcada por el pecado, el dolor, la división y la muerte.
La máxima expresión de este amor es Cristo, según sus mismas palabras: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16-17).
El mundo entero y cada uno de nosotros necesitamos ser redimidos. Se puede ser más o menos consciente de esto, pero es una realidad. En un momento de la historia en que se produce un alejamiento de Dios, la descristianización de la sociedad y un enfriamiento de la fe entre los católicos, Cristo muestra su Corazón herido por su amor a la humanidad, amor no correspondido por el desconocimiento o desprecio de muchos.
El remedio a todas las crisis que de continuo afligen a la humanidad es el amor del Señor. Hoy también , como hace dos mil años, Jesús siente compasión por la gente que anda confundida y desorientada. A Él hemos de recurrir, pues es quien nos visita como Salvador «por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios» (Lc 1,78).
Si en el Antiguo Testamento solo de un modo metafórico se podía hablar del corazón y de las entrañas de amor de Dios, en el Nuevo Testamento hay que decir que es verdad que Dios tiene un corazón de carne, capaz de sentir afecto y compasión por los enfermos, los pobres y los pecadores. Por el misterio de la Encarnación, el único Señor Jesucristo es Dios verdadero y hombre verdadero. De Él dice San Juan: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.14).
Cristo puede apropiarse perfectamente las palabras dichas por Dios en el Antiguo Testamento: «¿No es Efraím mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarle, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y tengo que tener piedad de él» (Jer 31,20). La humanidad y cada uno de nosotros merecemos sufrir las consecuencias del pecado, pero el Señor, «clemente y compasivo, tardo a la cólera y grande en misericordia», quiere perdonarnos y hacernos partícipes de su vida divina.
Cristo nos muestra su Corazón para hacernos comprender cuánto nos ama y que lo que más desea de nosotros es que le amemos con todo nuestro corazón. Este es el ejemplo que nos da cuando redime a Pedro de su triple negación al suscitar en él la triple confesión de amor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro… le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17).
La lejanía del amor de Cristo y la desobediencia a sus palabras de vida eterna, muchas veces por ignorancia y debilidad, explican tantos sufrimientos de la gente. La propagación de ideas equivocadas respecto a qué es la felicidad y cuáles son los caminos para llegar a ella, ha llevado especialmente a adolescentes y jóvenes a experimentar el desorden, la vaciedad y la frustración del amor humano cuando no se orienta al amor de Dios y a amarlo por sobre todas las cosas. El joven rico del Evangelio, al rechazar el amor de Jesús, «se fue triste», a pesar de tenerlo todo (Mc 10,22). Ningún amor de este mundo es comparable al amor de Dios. Ninguno lo puede suplir ni superar.
Quizá uno de los signos de nuestro tiempo es la tristeza. Y causa mucha pena ver los rostros tristes de los jóvenes, que deberían caracterizarse precisamente por la alegría de una esperanza que se está recién abriendo hacia el futuro. Mirar el futuro sin esperanza es muy triste.
Cristo, mostrándonos el amor de su Corazón, nos dice que hay salvación. Es posible la esperanza porque Él nos renueva por medio de su amor redentor y hace nuevas todas las cosas, incluso las que están muertas.
Para ser felices, personal y socialmente, el Señor nos hace esta invitación: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que Yo los aliviaré. Tomen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas, pues mi yugo es llevadero, y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).