Hermanos en Jesucristo:
Cristo es el Señor de todos y de todo, de todos los pueblos y de toda la historia, de cada individuo y de la entera sociedad. Todo está unido a Cristo y todo le pertenece, “porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él” (Col 1,16).
La pertenencia de todo a Cristo se llama Reino de Cristo. Este es el único Reino de la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz.
Cristo es el Señor a quien hay que dar lo que es debido. Y lo que le es debido es que todos lo reconozcan, ya en este mundo, como el Señor. Es necesario que recordemos esto en las actuales circunstancias históricas que nos ha tocado vivir, en que se ha de decidir respecto a qué tipo de Constitución nos va a regir.
Esta decisión no es algo político en lo el Señor no tiene nada que ver. El Señor tiene todo que ver. En toda decisión, cualquiera sea ella, lo que está en juego es si queremos que el Dios vivo y verdadero sea nuestro Señor.
La tentación permanente del hombre es la de Adán y Eva. Es la tentación satánica de ser como dioses, al margen de Dios, sin Dios, contra Dios. A nivel social y político es la inútil pretensión de construir una sociedad justa, sin Dios (ver Gn 3,5).
Es la tentación permanente de convertir a la política en una especie de religión y al Estado hacerlo dios. El Estado es convertido en dios, falso, idolátrico, al que se le debe tributar culto como a un dios.
Si en una Constitución no se reconoce -explícita o, al menos, implícitamente- a Dios trascendente, vivo y verdadero como referente absoluto de todo, entonces el Estado es convertido en dios. Si no se reconoce a Dios como fundamento de todas las cosas, necesariamente ocupará su lugar un falso dios. Ese falso dios es el Estado, quien se pone como norma absoluta de todo. Él dice qué es lo bueno y qué es lo malo, quién es persona y quien no lo es, a quien se le concede vivir y a quien se le puede matar. No otra cosa significa la legalización de las leyes contrarias a la vida y a la dignidad de la persona humana, como el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido.
Los hechos de violencia cada vez más frecuentes y masivos son el fruto del rechazo de Dios y de Cristo. Cerrarse a Dios, poner al hombre al centro, divinizar lo que no es Dios, destruye al hombre. Y mientras más se quiere alcanzar el bien, la justicia y la paz sin Dios, mayor será el mal, la injusticia y la violencia. Si “el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 127,1).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica