
Este lunes 8 de enero celebramos el Bautismo de Jesús en el Jordán de manos de San Juan Bautista. Este bautismo no es el cristiano, según lo reconoce el mismo Juan: “Yo los bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11).
Nosotros no bautizamos como Juan, sino como Jesús nos enseñó: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El bautismo del Precursor era preparación de la venida del Mesías anunciado. Ese es su valor simbólico. Una vez llegado Cristo, desaparece el símbolo, porque se cumple la promesa.
El nuevo y definitivo Bautismo realiza lo que significa y significa lo que realiza. Por eso es más que un simple símbolo y es irrepetible. Bautizarse en Cristo es realmente nacer hijo de Dios. Por el envío del Espíritu Santo a nuestro corazón se borra el pecado y se nos infunde la vida divina. Así lo ha dicho el Señor: “El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5).
Si grande debe ser nuestra gratitud al Señor por habernos creado a su imagen y semejanza, mayor deber ser aún el habernos engendrado hijos suyos por el nacimiento nuevo del Bautismo. Esta filiación divina es a semejanza de la del Hijo único del Padre, Jesucristo. Nadie puede ser hijo de Dios, pues uno solo es el Unigénito. El único modo de ser también nosotros hijos de Dios es participando de la vida divina de Cristo: “A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).
Los cristianos tenemos como principal motivo de esperanza y alegría sabernos hijos amados del Padre. San Juan Evangelista nos lo recuerda exultante: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1). No debemos olvidar este amor misericordioso del Señor, inmerecido de nuestra parte. Es el amor divino por los pecadores que nos convierte, nos perdona, nos justifica y nos santifica.
Por ser hijos del Padre en Cristo por la infusión del Espíritu Santo en nuestra alma, estamos llamados a vivir en la tierra como el Hijo, Jesucristo, amando como Él amó, para así recibir la herencia de los hijos de Dios: la vida feliz y eterna del Cielo. En efecto, porque somos hijos de Dios, somos “también herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm 8, 17).
Con ocasión de la Fiesta del Bautismo del Señor, pidamos la gracia de renovar nuestro propio Bautismo, renunciando al mal, al pecado y al demonio, y profesando nuestra fe en el único Dios, que es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.