
La Cuaresma es preparación para la renovación de nuestro Bautismo, según dice San Pablo: “Fuimos, pues, con Cristo sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4).
Como Israel anduvo cuarenta años en el desierto como tiempo de gracia para purificarse de sus pecados e idolatrías y para conocer el amor del Señor y así poder entrar en la “tierra que mana leche y miel“ (Nm 14,8), también nosotros caminamos por este mundo hacia la Patria del Cielo en la que “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas” (Ap 21,4). Si Abraham, “por la fe, peregrinó hacia la Tierra prometida como extranjero, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas” (Hb 11,9), los cristianos, “por el contrario, aspiran a una mejor, a la celestial (Hb 11,16).
De algún modo, nuestra vida en la tierra es un “valle de lágrimas”, porque, a causa del pecado original, se introducen en nuestra historia el dolor y la muerte. Esta realidad no es algo exterior al hombre, sino, al contrario, pues el sufrimiento es una de las experiencias más vitales e íntimas.
El pecado ha herido al hombre, dañándolo en su capacidad de conocer la verdad al oscurecer su inteligencia y, sobre todo, en su capacidad de obrar libremente el bien, al debilitar su voluntad. De esta experiencia, se hace eco San Pablo: “Mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7,15).
Cuaresma está marcada por la gracia de la luz, es decir, de aquella iluminación del Espíritu Santo en el alma que nos muestra quienes somos realmente. La meditación asidua de la Palabra de Dios y la oración constante, como la de Cristo en el desierto, nos hace ver como nos ve Dios. La primera percepción de la conciencia es cuánto pecado, debilidad y malicia hay en el corazón. De él “salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias” (Mt 15,19).
Pero, a la vez, el Espíritu Santo suscita sentimientos de confianza en el amor misericordioso del Padre manifestado en su Hijo Jesucristo, quien por nosotros y nuestra salvación murió y resucitó. Él es nuestro Redentor y nuestra fortaleza. Nos redime del pecado y de las debilidades y nos capacita para vencer las tentaciones del demonio. Por eso, “cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10).
Orar, meditar la Palabra de Dios, recurrir al sacramento de la confesión, participar en la Eucaristía dominical, ayunar y ayudar a los hermanos necesitados deben caracterizar nuestra Cuaresma a fin de morir con Cristo al pecado y, con Cristo resucitado, renovar nuestro bautismo.