
Estamos iniciando el Mes de la Patria, septiembre, que es también el comienzo de la primavera. El ambiente se alegra con los colores de las flores y de la bandera chilena, con las tonadas y el baile de la cueca. El aire diciochero nos motiva a unirnos y a dejar de lado odiosidades y divisiones.
El amor a la Patria debe estar acompañado del amor a quienes viven en ella. Es contradictorio pretender el bien del país y de sus habitantes, si a la vez en el lenguaje y en las actitudes se desprecia al otro. Así, en los medios de comunicación somos testigos del triste espectáculo del maltrato verbal entre las personas. Más grave aún es querer un futuro mejor descartando a algunos por su condición de vida, como es el caso del niño por nacer o del anciano disminuido en sus capacidades.
La Patria debe unirnos a partir de lo más esencial y valioso de ella, que es la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. La persona no es una abstracción. No es una categoría mental a la que idealmente se quiere servir, como acontece en todas las ideologías, que siempre terminan eliminando a los despreciados del momento, a veces por millones, como aconteció con la esclavitud, con el nazismo y el comunismo, y ahora acontece con el aborto legal.
La Patria se construye desde y para la persona. El bien común abarca a todas las personas y a toda la persona, en su realidad espiritual y trascendente, corporal y social. Un país que reconoce, según el designio de Dios, la dignidad intrínseca e inviolable de toda persona, sin excepción, posee una cohesión social que lo hace ser un país unido.
A partir del reconocimiento, del respeto y de la promoción de la centralidad de la persona se puede construir una Patria realmente unida en la que la pluralidad enriquece la comunión, en vez de ser una permanente fuente de conflictos y enfrentamientos.
De esta manera el auténtico amor a la Patria está abierto a promover el bien de las otras naciones, especialmente las vecinas, y a acoger al extranjero no como a un enemigo, sino como a un hermano, precisamente por la centralidad de la persona en la sociedad. Con razón podemos cantar: “Gentes del pueblo te saldrán al encuentro, viajero y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero”.
Hoy vemos cuán dividida está la Patria. Alejarnos de Dios nos ha conducido a desconfiar de los compatriotas, a protegernos de ellos y a escondernos levantando muros. Este es el fruto del pecado. Sólo en Cristo es posible vivir como hermanos. ”En efecto, todos los bautizados en Cristo se han revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28). En definitiva, sólo “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (Ef 2,14).