
Estamos iniciando Adviento, tiempo de esperanza y alegría en el Señor. El Padre, por amor a la humanidad, envió a su Hijo muy amado para rescatarnos del pecado, del mal y de la muerte. Cristo vino para salvarnos comunicándonos su propia vida en plenitud. Hemos sido creados por Dios con la finalidad de ser felices. Nuestra vocación última es mucho más que estudiar, trabajar y formar una familia. Todo esto tiene sentido en la medida en que se oriente a la plena felicidad, que no es otra que Dios mismo.
Adviento pone en el centro a Cristo. Es Él quien vino para ser nuestra salvación y nuestra vida. Nos dice: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que Yo los aliviaré” (Mt 11,28), “porque el que viene a mí, no tendrá más ya hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed” (Jn 6,35). Cristo vino para liberarnos de todo lo que nos hace mal y darnos lo que nos hace felices.
Cristo vino la primera vez como Salvador. Los cristianos, al decir “Ven, Señor Jesús”, confesamos la fe en su segunda venida, con la esperanza de que vendrá para llevar a su plenitud su obra de salvación.
Entre la primera y la segunda venida, el Señor “subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso”, pero no nos dejó solos. Cristo nos prometió: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Sigue estando presente entre nosotros en su Iglesia por el anuncio de su Palabra y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En efecto, “es, por tanto, perfecto su poder de salvar a los que por Cristo se acercan a Dios y siempre vive para interceder por ellos” (Hb 7,25).
Cristo, a quien se le dio todo poder en el cielo y en la tierra (ver Mt 28,18), sigue siendo el Buen Pastor que apacienta su rebaño, que conoce y ama a cada una de sus ovejas y da la vida por ellas (ver Jn 10,14-15). Tenemos la certeza de estar siempre acompañados por el Señor en nuestro camino por este mundo, aún en medio de las dificultades. La Iglesia y cada cristiano puede decir: “El Señor es mi Pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23, 1-4).
Nuestra fe y esperanza en el amor del Señor nos hacen confiar en su providencia siempre presente en todos los grandes acontecimientos de la historia y en los más mínimos detalles de lo cotidiano de nuestra vida, pues “sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28).
Adviento nos dice que la vida no viene de la nada y desemboca en la nada. Somos fruto del amor de Dios y nuestra meta es vivir en la eternidad del amor de Dios en la comunión de todos los santos.