Hemos escuchado decir que Chile se desangra por la baja natalidad y se asfixia por falta de aire moral y espiritual. Hay una percepción generalizada en la población de que las cosas no van bien. Las esperanzas puestas una y otra vez en los cambios de gobierno y en la promulgación de nuevas leyes terminan defraudando o, al menos, no están a la altura de las expectativas. El futuro se mira con desconfianza.
Y, sin embargo, en lo más profundo del corazón de cada persona anida la esperanza, porque nunca se agota el deseo natural de ser feliz. Desde el momento en que Dios nos creó con un alma espiritual capaz de amar el bien, la motivación en todas nuestras decisiones es alcanzar la felicidad. Se trata de una felicidad que no se sacia solo con la satisfacción de las necesidades del cuerpo. Es por lo que podemos encontrar a pobres de bienes materiales pero ricos en alegría. Y, al revés, puede pasar que quienes lo tienen todo, no sean felices.
Con relación a una sociedad, acontece algo parecido. Hay países pobres cuyos índices de felicidad son muy altos y países ricos con bajos índices de felicidad. En este último caso, un país rico es un pobre país. La auténtica alegría está relacionada al sentido de la vida, al amor experimentado al recibir la vida de los padres y al comunicarla a los hijos en una unión de unos esposos que se aman y respetan, a un entorno social amigable que contribuye al bien personal y al bien común.
En definitiva, nuestra felicidad está vinculada al fin último, para el cual hemos sido creados: ver a Dios cara a cara, “tal cuál Él es” (1Jn ,3,2) y gozar nosotros de su infinita felicidad. El corazón del hombre sólo puede satisfacer su deseo infinito de felicidad cuando posea al mismo Dios en la eternidad. Es conocida la oración de Santa Teresa de Ávila: “Nada te turbe, nada te espante todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”.
Es natural poner esperanzas humanas en cosas de este mundo, como de hecho lo hacemos todos. Pero con la condición de que no pongamos toda la esperanza en algo de este mundo, porque con absoluta seguridad seremos defraudados. Está bien poner la esperanza en un trabajo o en una persona, pero sabiendo que nada ni nadie, excepto Dios, puede saciar plenamente el corazón humano.
“La esperanza que nunca defrauda” (Rm 5,5) es la que se pone en Cristo. En tiempos de elecciones, es conveniente recordar que, además, el conjunto de los habitantes de un país, conformando todos ellos la vida social, se orienta por una esperanza de un futuro mejor, que no es otra cosa que el deseo de ser felices también como sociedad. Una Nación que reconoce a Cristo como su Señor y Redentor no verá frustrada esta esperanza. La esperanza de Chile es Jesucristo.
