Hermanos en Jesucristo:
Celebramos a San Pedro y San Pablo en un mismo día porque ambos fueron apóstoles y mártires de Cristo en Roma, ciudad en la que evangelizaron, fueron encarcelados y derramaron su sangre confesando su fe en Jesucristo. Uno y otro nos estimulan con su ejemplo, enseñanza e intercesión a mantenernos fieles al Evangelio de Cristo anunciado por la Iglesia. Pedro y Pablo son condenados a muerte por las autoridades romanas por ser considerados criminales al no querer rendir culto al César.
Los dos Apóstoles, una vez convertidos, saben que sufrirán persecución a causa de su Señor. Sus corazones, inflamados por el amor incondicional de Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, están llenos de aquella fortaleza, alegría y valentía que les hace enfrentar con magnanimidad y generosidad las adversidades e incluso la misma muerte.
Con su testimonio, San Pablo nos dice a cada uno de nosotros: “Tú, en cambio, me has seguido asiduamente en mis enseñanzas, conducta, planes, fe, paciencia, caridad, constancia, en mis persecuciones y sufrimientos, como los que soporté en Antioquía, en Iconio, en Listra. ¡Qué persecuciones hube de sufrir! Y de todas me libró el Señor. Y todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones” (2 Tm 3,10-12).
Y San Pedro nos exhorta: “Alégrense en la medida en que participan en los sufrimientos de Cristo, para que también se alegren alborozados en la revelación de su gloria. Dichosos de ustedes, si son injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre ustedes” (1 Pe 4,13-14).
La fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo nos recuerda que siempre hay que estar preparados para la persecución a causa de Cristo, que puede adquirir diversas formas: desprecio, burla, injuria, agresión física, calumnia, incluso muerte. Precisamente en pleno siglo XXI, en Occidente, están preparándose las condiciones culturales y sociales para una persecución violenta contra los cristianos por el solo hecho de serlos. El martirio con derramamiento de sangre es hoy ya frecuente en países de África y Asia. También lo será en Europa y América.
Es verdad que somos pecadores, pero por lo mismo confesamos sólo a Cristo como Salvador de cada persona y de misma sociedad. Sólo Él y nadie más que Él nos puede rescatar del pecado y darnos la vida eterna. Toda otra criatura, aunque aparente ser todopoderosa, indefectiblemente terminará muriendo. Ningún poder humano es capaz de salvar. Nuestra confianza y esperanza han de estar puestas sólo en la misericordia y el poder de Jesucristo.
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica