Hermanos en Jesucristo:
Estamos celebrando nuestro Congreso Eucarístico Diocesano, que nos recuerda la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de cada creyente, precisamente porque este Sacramento es el mismo Cristo, realmente presente de un modo real, verdadero y sustancial bajo las especies de pan y de vino. “La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5).
La celebración de la Eucaristía dirige la mirada del creyente a Cristo, el único Redentor del hombre que nos puede rescatar de la condena del pecado y nos puede hacer participar de la vida divina. En cada Misa el Señor nos dirige las mismas palabras que a sus discípulos en el discurso del Pan de Vida: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6,27).
Jesucristo es la Vida y por eso el trabajo que Dios quiere es que “crean en quien Él ha enviado” (Jn 6, 29). La fe nos lleva a reconocer a Cristo como el enviado del Padre, “pues –dice Jesús- esta es la voluntad del Padre, que cada uno que contemple al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y lo resucitaré Yo en el último día” (Jn 6,40). Ahora bien, es voluntad de Dios que la vida eterna merecida por Cristo se nos comunique comiendo y bebiendo el alimento que no perece: el Cuerpo y la Sangre del Señor. Se requiere de la fe para poder reconocer que la Eucaristía es este alimento de vida eterna, Cristo mismo, el Pan vivo bajado del cielo.
Hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe en su presencia en la Eucaristía. Digámosle como los Apóstoles: “Auméntanos la fe” (Lc 17,5). Porque también a nosotros nos puede saltar la pregunta: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). Más todavía, muchos de nuestros contemporáneas, quizá familiares nuestros, no solo no creen en la Eucaristía, sino en el mismo Cristo como el único Salvador, “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 7,12).
“¡Qué difícil resultaba, para quien escuchaba a Jesús, este paso del signo al misterio indicado por él, del pan de cada día al pan que «permanece para la vida eterna»! Tampoco es fácil para nosotros, hombres del siglo XX. Los Congresos eucarísticos se celebran precisamente para recordar esta verdad a todo el mundo” (San Juan Pablo II).
Son muchos, aún siendo católicos, los que no han comprendido por el don de la fe la necesidad de la Eucaristía para la propia salvación y la plenitud de la vida cristiana. No se explica de otra manera la bajísima asistencia a Misa dominical.
Conociendo por la fe que la Vida eterna se encuentra en la Eucaristía, debemos decir “Señor, danos siempre de ese pan” (Jn 6, 34). Es lo que pedimos cada vez que rezamos en el Padre Nuestro “danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11). Quien quiere recibir siempre la Eucaristía es porque quiere estar en comunión de fe, esperanza y caridad con Cristo. Toda la riqueza inagotable del amor del Corazón de Cristo se nos derrama generosamente cuándo Él se nos entrega con su Cuerpo y su Sangre. Así se explica que Jesús diga: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí también un hambre más fundamental. Es el hambre de vida y de eternidad. Cristo, el Pan vivo bajado del Cielo, es el que sacia esta hambre y esta sed. Para ello hay que ser pobres ante Dios, pues el satisfecho de sí mismo, lleno de sus propias riquezas y buenas obras muy difícilmente podrá experimentar el hambre de Dios. En efecto, el Señor “a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc 1,53).
De esto es imagen lo acontecido con el Profeta Elías, la pobre viuda y su pequeño hijo. En su desvalimiento, fue el Señor quien se encargó de alimentarlos. Nuestra fe en la Eucaristía tiene que llevarnos a creer de verdad que nuestro principal y más necesario alimento es Cristo, a quien podemos comer y beber realmente al comulgar su Cuerpo y su Sangre.
El Congreso Eucarístico tiene que renovar la fe de los cristianos en Cristo y en su presencia en la Eucaristía. De esto depende la propia salvación y la de todo el mundo, pues Jesús dijo: “Si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,53-54). Nuestras ansias de vida eterna nos llevan a Jesús, quien a su vez se nos da entero como el alimento que perdura para siempre. Cristo glorioso en el Cielo nos comunica su vida vivificándonos en la comunión eucarística.
Los frutos de la vida de Cristo comunicada en la comunión son muchos: acrece nuestra unión con Cristo, nos separa del pecado, nos une más a la Iglesia y en Ella nos unimos todos como hermanos en un solo Cuerpo y la comunión eucarística entraña la comunión con nuestros hermanos, especialmente los que más sufren. Por la comunión eucarística nos vamos creciendo en configuración con Cristo, hasta que algún día podamos decir: “No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
Poseyendo la vida nueva de Cristo comunicada a nosotros en la Eucaristía y por la efusión del Espíritu Santo adquirimos una capacidad nueva de amar, que nos lleva a decir, como San Alberto Hurtado: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Este lema que acompaña al Congreso Eucarístico expresa que la comunión eucarística me lleva a vivir como Cristo, con quien nos hacemos uno en su Carne y en su Sangre. ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Lo sabremos en la medida en que aprendamos de su Corazón manso y humilde, contemplándolo en los Evangelios y en la vida de los santos, nuestros modelos e intercesores.
Nuestro mejor modelo de vida eucarística es María, la Mujer Eucarística. Creamos con la fe de María. Acojamos a Jesús como Ella. Creamos con la fe de María, para ser como Ella dichosos porque hemos creído que se cumplirían las cosas que fueron dichas de parte del Señor (cf. Lc 1,45). Por la fe, María es la Mujer Eucarística que llevó en su vientre al “Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51). Que también nosotros, por la fe, recibamos la vida eterna en cada comunión eucarística. Que seamos cristianos eucarísticos que creemos que tendremos vida eterna y resurrección gloriosa porque comemos la Carne y bebemos la Sangre de Jesucristo, Nuestro Señor.