Lecturas:
- Lectura del libro de la Sabiduría (12,13.16-19)
- Salmo 85,5-6.9-10.15-16a
- Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,26-27)
- Santo Evangelio: San Mateo (13,24-43)
Hermanos en Jesucristo:
En este Domingo hemos escuchado otras parábolas, en continuidad con las del Domingo pasado, con las que Jesucristo quiere darnos a entender qué es el Reino de los Cielos.
Por eso todas ellas comienzan diciendo: “El Reino de los Cielo es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo” (Mt 13,24), o “es semejante a un grano de mostaza” (Mt 13,31) o “es semejante a la levadura” (Mt 13,33).
De las tres parábolas, el Señor explica sólo una, la del trigo y la cizaña, a la cual me referiré más extensamente.
La imagen del grano de mostaza (ver Mt 13,31-32) insinúa la idea de los comienzos humildes, humanamente insignificantes del Reino de los Cielos, identificado con la Iglesia. En efecto, vemos que todo comenzó del modo más inesperado para los criterios de este mundo.
El eterno Hijo de Dios da inicio al Reino de los Cielos aquí en la tierra con su Encarnación en María, la humilde esclava del Señor, en la pequeña y desconocida localidad de Nazaret. La plena manifestación del Reino de los Cielos realizada en Cristo fue siempre en pobreza.
Así lo muestra su nacimiento en un establo y su vida oculta por treinta años, su predicación en condiciones siempre precarias, tanto así que “el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza” (Mt 8,20).
Sobre todo, la parábola del grano de mostaza se realiza en el misterio de la pasión y muerte de Cristo en la Cruz, “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1,23).
Vemos también cómo se cumple esta parábola, primero, en la Resurrección de Cristo por la cual es renovado el universo entero, toda la humanidad y cada uno de nosotros.
Y luego se cumple en los frutos suscitados por la acción del Espíritu Santo a partir del día de Pentecostés: como un árbol, la Iglesia crece más y más hasta el día en que todos los pueblos y todos los habitantes de este mundo se cobijen en Ella, como los pájaros anidan en las ramas de un árbol.
La otra parábola es la de la levadura (ver Mt 13,33), que aún siendo muy poca es capaz de fermentar toda la masa. Esta imagen evoca la idea de que cada bautizado, discípulo del Señor y miembro del Reino de los Cielos, debe impregnar toda la realidad humana con el Evangelio de Cristo. La imagen de la levadura, en este mismo sentido, se complementa con la misión de todo cristiano de ser sal y luz del mundo.
Quizá a nosotros nos parece que esta parábola de la levadura no se cumple. En el caso del grano de mostaza podemos verificar que, al menos desde el punto de vista histórico, la Iglesia efectivamente ha crecido mucho y que estadísticamente sigue creciendo en número de bautizados.
Pero, ¿se está cumpliendo que los bautizados seamos realmente levadura de la sociedad? Si miramos el caso de Chile, por ejemplo, lo primero que nos nace responder es que no pareciera que los bautizados seamos levadura que fermente toda la masa. Al contrario, más bien pareciera que los cristianos nos hemos convertido en masa.
Pero esta respuesta no es tan así, aunque tenga mucho de cierto en lo que respecta a nosotros. La levadura actúa de un modo silencioso y gradual. Necesita de su tiempo y casi no se nota que esté fermentando a la masa.
Pero la levadura está eficazmente actuando en la oración escondida de las religiosas contemplativas, en la fe simple y pura de los sencillos que procuran verlo todo con los ojos de Dios, en la predicación del Evangelio de uno a uno, en la persecución que muchos cristianos sufren a causa de su fidelidad a Cristo, en las muestras de amor cristiano de tantos fieles en su familia, en su trabajo y en sus relaciones sociales, en el apostolado de las religiosas y en la celebración de los sacramentos por parte de los sacerdotes y los diáconos.
Pero también el efecto de la levadura en la masa se hace más patente en los Santos que el Señor suscita en su Iglesia. ¡Con qué fuerza y con cuánta luz se hace presente el Reino de los Cielos en medio de este mundo cuando aparece un santo o una santa!
Fermentos han sido en estos tiempos San Pío de Pietrelcina, Santa Teresa de Calcuta y San Juan Pablo II. Y en nuestra patria lo han sido Santa Teresa de Los Andes y San Alberto Hurtado, entre otros muchos que podríamos mencionar.
Pasemos a la otra parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña” (Mt 13,24-30).
El mismo Jesús se encarga de explicarnos el sentido de esta parábola: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del maligno;” (Mt 13,37-38).
El Domingo pasado se nos decía, entre otras cosas, que el demonio venía y arrebataba la Palabra del Reino sembrada en el corazón. La semilla era la Palabra de Dios.
Hoy, en cambio, la semilla no es la Palabra de Dios. Cristo dice que hay dos sembradores, uno bueno, que es el Señor, y otro malo, que es el diablo. El sembrador bueno siembra, de día, la buena semilla que son los hijos del Reino. El sembrador malo siembra, de noche, la mala semilla, la cizaña, que son los hijos del Malignos.
Por lo tanto yo soy la semilla: Soy trigo, si soy de Dios. Soy cizaña, si soy del demonio.
Quienes estamos aquí y quienes nos siguen por las redes estamos quizá tentados a pensar de inmediato que yo soy buena semilla, soy trigo, hijo del Reino.
O podríamos entender la parábola diciendo que en mí hay algo de trigo y algo de cizaña. Pero el Señor no es a esto a lo que se refiere. En efecto, lo que está diciendo es que en el mundo hay algunos que son hijos del Reino y otros que son hijos del diablo.
Esta Palabra es, como el Domingo pasado, una advertencia a cada uno de nosotros. Nos preguntábamos: ¿Somos buena o mala tierra? Por los frutos lo sabremos.
La pregunta de hoy es: ¿Soy hijo del Reino o soy hijo del Diablo? Parece que la respuesta es obvia. Pero la parábola es una llamada de atención precisamente a nosotros, que estamos hoy en Misa. Porque es posible que yo sea en realidad un hijo del diablo. A esto se refiere esta palabra del Señor.
La clave está en la pregunta que hacen los siervos al dueño del campo: “¿Quieres que vayamos a recoger la cizaña?” (Mt 13,28). Para nosotros, que no conocemos la cizaña, sería lo más obvio.
Por eso nos puede desconcertar la respuesta del dueño: “No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquen también el trigo” (Mt 13,29).
Esto es así porque, aunque las semillas de trigo y de cizaña sean distintas, sin embargo, cuándo comienzan a germinar y a crecer son casi idénticas. Es muy fácil confundirlas y puede pasar que por error se arranque trigo junto a la cizaña o, peor aún, se saque el trigo y se deje la cizaña.
Recién cuando están ambos con sus frutos maduros es fácil distinguirlos y separarlos. Por eso dice el dueño: “Dejen que ambos crezcan juntos hasta la cosecha. Y al tiempo de la cosecha, diré a los segadores: «Recojan primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla. Y el trigo recójanlo en mi granero»” (Mt 13,30).
¿Qué es lo que me tiene que hacer pensar esta parábola? Que puede suceder que en las apariencias no haya mucha diferencia entre un hijo de Dios y un hijo del Diablo. Solo en las apariencias, porque en realidad son muy distintos, como distintos son el trigo y la cizaña. Tanto así que uno brillará “como el sol en el Reino de su Padre” (Mt 13,43) y otro será arrojado “al horno de fuego, donde será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13,42).
El Señor nos pide ser hijos del Reino, porque es lo que corresponde a nuestra vocación bautismal. Pero este don recibido, no por mérito propio sino que por pura misericordia, por el cual no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos realmente (ver 1 Jn 3,1), debe dar frutos de vida eterna, no con la intención de ser vistos por los hombres, sino por el Padre celestial que ve en lo secreto (ver Mt 6,6).
La Palabra de Dios, entendida a la luz de la fe y de la enseñanza de la Iglesia y con su ayuda, en el silencio de la oración, tiene que hacernos descubrir qué es lo que hay en lo más profundo de mi corazón. Hay que discernir qué espíritu me mueve, el Santo Espíritu de Dios o el mal espíritu, el maligno.
Lo secreto del corazón, solo conocido por Dios y por mí, ¿a quién pertenece? ¿A Jesucristo o al demonio? ¿Mis intenciones más íntimas, mis decisiones, mis pensamientos son todos ellos motivados por la gloria de Dios o por la búsqueda de mi propia gloria y la del mundo?
Para que podamos ser lúcidos en el discernimiento de si somos de verdad hijos del Reino o somos hijos del diablo, si somos trigo o cizaña, pidamos la luz del Espíritu Santo. Hoy nos ha dicho San Pablo: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad” y “el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu” (Rm 8,26.27).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica