- Primera Lectura del libro de Isaías (55,1-3)
- Salmo 144
- Segunda Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,35.37-39)
- Evangelio según san Mateo (14,13-21)
Hermanos en Jesucristo:
“¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” (Rm 8,35). Esta pregunta de San Pablo es, en el fondo, la afirmación de la certeza fundamental de nuestra fe: Cristo nos ama.
El amor del Señor es la razón de nuestra confianza. Todo lo podemos esperar de “Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros” (Rm 8,34).
La gratuidad del amor misericordioso de Cristo por nosotros, pecadores, es el motivo de nuestra perseverancia cristiana. Nuestro seguimiento de Cristo no es rectilíneo, ni es impecable.
Desde nuestro Bautismo hasta la fecha hemos ofendido muchísimas veces el amor del Señor con nuestra desobediencia. Es posible que en incontables ocasiones hayamos estado en pecado mortal.
Y sin embargo, una y otra vez se nos ha manifestado de nuevo el amor del Señor. Si estamos hoy aquí, es porque ha prevalecido el amor de Jesucristo. Todo lo que nos ha podido separar de Cristo en algún momento de la vida, ha sido superado por su amor. “El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Sal 144,9).
Precisamente, “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8) y “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
Hoy estoy aquí porque el Señor me ama. Él me ama. Y estoy aquí porque también yo le amo. Pero si el amor del Señor está asegurado, porque Él es siempre fiel, el mío, en cambio, no está asegurado. Nuestra experiencia cotidiana es la inconstancia en el amor y la falta de ardor.
Y así nos ve el Señor. Nos contempla con ojos de amor. Ve nuestro desamor por Él y por los demás. Ve nuestros corazones desorientados e incapaces, a causa del pecado, del verdadero amor que hace feliz.
¡Cuántas veces en su Palabra el Señor nos repite que somos míseros, aún cuándo estemos llenos de muchas cosas, pero hastiados de todo! Nos dice el Evangelio que “vio Jesús el gentío y le dio lástima” (Mt 14,14). Sintió compasión por los enfermos y por los hambrientos.
Él nos ve como somos, más allá de lo que podamos aparentar. De Cristo se dice que “no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía lo que hay en el hombre” (Jn 2,25). Él nos conoce. Nos ve sedientos del agua viva. Nos ve enfermos y hambrientos, cansados y agobiados. Nos ve pecadores.
San Pablo habla de aflicción, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada (ver Rm 8,35). Todas estas expresiones muestran la realidad vital en que se encuentra el hombre. No podemos entender esto en el sentido de que yo soy tan fuerte que, gracias a mí, nada de eso me separará del amor de Cristo. Es al revés. El hombre es una criatura pecadora precaria, sometida a todo tipo de dificultades internas y externas.
El énfasis está en que “en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado” (Rm 8,37), Jesucristo. Nada “podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,39). Todo es gracias a Cristo.
La clave es el amor del Señor con el que nosotros somos amados: “Tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo único” (Jn 3,16) y Cristo, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Nuestra propia miseria, real y agobiante, mirada a la luz de este amor gratuito del Señor, totalmente inmerecido por parte nuestra, debe suscitar en nosotros la esperanza y la conversión. El amor lleva a Cristo a darse a nosotros: “El cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que los enriqueciera con su pobreza” (2 Cor 8,9).
El amor de Cristo nos invita a buscar y encontrar en Él el remedio de nuestras miserias personales, familiares y sociales. Nos dice el Señor: “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, que Yo los aliviaré” (Mt 11,28). Y por boca del Profeta Isaías: “Escúchenme atentos y comerán bien, saborearán platos sustanciosos. Inclinen el oído, vengan a mí. Escúchenme y vivirán” (55,2-3).
Cristo en el Evangelio realiza un milagro prodigioso. Con cinco panes y dos peces alimenta a “unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños” (Mt 14,21). “Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras” (Mt 14,20).
Este milagro expresa la sobreabundancia del amor del Señor, único capaz de saciar las ansias más profunda de cada hombre y de toda la humanidad.
La multiplicación milagrosa del pan que sacia el hambre de los pobres y los reconforta, es figura de aquel Pan que se da para saciar el hambre de vida eterna. Ese Pan es Cristo. Lo dijo Él mismo: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).
En Cristo, por la unión de gracia con Él desde nuestro bautismo, es posible saciar nuestra hambre y nuestra sed, que en definitiva sólo se sacian por el amor. Por el amor de Dios por nosotros y por nuestro amor por Él y por nuestros hermanos.
La Palabra de hoy nos invita a creer que esto es verdad. Es decir, que es verdad que nuestra felicidad se recibe gratis, como un regalo. Hay que creer que es verdad que es posible nunca más tener hambre y sed existenciales.
Si nos preguntamos, como lo hicieron los judíos: “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?” (Jn 6,28). Vamos a recibir la respuesta de Jesús: “La obra de Dios es que ustedes crean en quien Él ha enviado” (Jn 6,29).
El don de la fe nos lleva a confiar en la promesa del Señor de que Él nos saciará en todas nuestras ansias más vitales y que todo esto es gratis. En efecto, se nos dice: “¡Todos los sedientos, vayan por agua, y los que no tienen plata, vengan, compren y coman, sin plata, y sin pagar, vino y leche!” (Is 55,1).
El milagro de la multiplicación de los panes centra nuestra mirada en Cristo y en la Eucaristía, que es Cristo mismo, el verdadero Pan de Vida. Hoy Jesús usa las mismas palabras que usará después en la Última Cena: “Tomó… los panes…, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente” (Mt 14,19).
Por el poder de Cristo se multiplica el pan. Por su poder se convierte el pan en su Cuerpo. Pero quienes deben repartir los panes son los Apóstoles: “Se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente” (Mt 14,19). Y antes les había dicho: “Denles ustedes de comer” (Mt 14,16). En la Última Cena les dice a los Apóstoles: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19).
A lo largo de la historia, la Eucaristía asegura la presencia de Cristo en la Iglesia. Y los sacerdotes son quienes han recibido el poder de convertir el pan en Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Tenemos la certeza de que nunca faltarán sacerdotes que den de comer de este pan a los bautizados. Muchos son los jóvenes llamados a este ministerio. Oremos para que todos los llamados escuchen la voz del Señor y lo sigan.
El Papa Francisco también nos recuerda que “hay otras palabras que sólo él (sacerdote) puede pronunciar: ‘Yo te absuelvo de tus pecados’. Porque el perdón sacramental está al servicio de una celebración eucarística digna. En estos dos sacramentos está el corazón de su identidad exclusiva” (Querida Amazonía 88).
El punto de partida de nuestra vida cristiana es el bautismo y la conversión suscitada por la fe en la Palabra de Dios. Pero la plenitud y consumación de la vida cristiana es la Eucaristía. La Eucaristía es el principal alimento de los cristianos, porque es Cristo mismo. Es el “Sacramento de la Caridad”, “es el Sacramento del Amor”, que nos alimenta y fortalece.
Por el bautismo se nos hace capaces de amar con el amor de Cristo. En la comunión eucarística se actualiza en nosotros esta capacidad, para suscitar en nosotros el amar de verdad a Dios con todo el corazón y a los hermanos tal como Cristo los amó. Y así ser felices.
Somos unos hambrientos y unos sedientos de amor. Perseveremos en nuestro seguimiento de Cristo, con fe y esperanza, y con toda seguridad, tarde o temprano, veremos que se cumplirá la promesa del Señor: en la tierra podremos amar como Cristo nos amó y en el cielo podremos gozar por toda la eternidad del amor de la Santa Trinidad en la comunión de todos los santos, por los siglos de los siglos. Amén.