- Primera Lectura del libro de Isaías (56,1.6-7)
- Sal 66,2-3.5.6.8
- Segunda Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (11,13-15.29-32)
- Lectura del Santo Evangelio según san Mateo (15,21-28)
Hermanos en Jesucristo:
Domingo a Domingo profesamos en el Credo que la Iglesia es Católica. Y es tan así que la llamamos “Iglesia Católica” y no “Iglesia Una”, “Iglesia Santa” o “Iglesia Apostólica”, que también podría haber sido, pues Ella es todo eso.
Hoy la Palabra de Dios hace referencia a la catolicidad de la Iglesia, entendiendo que “la palabra «católica» significa «universal»”. La Iglesia “es católica porque Cristo está presente en Ella”, lo que implica que “recibe de Él la plenitud de los medios de salvación que Cristo ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés y lo será siempre hasta el día de la Parusía” (CEC 830).
La Palabra que hemos escuchado destaca, sin embargo, otro aspecto de la catolicidad de la Iglesia: Ella “es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano” (CEC 831).
Si hasta el tiempo de Jesús, de hecho los extranjeros, los no judíos, estaban marginados del Pueblo de Dios, del Israel de la carne, ahora con la venida del Mesías en carne comienza a realizarse la promesa de que ante el Señor “toda rodilla se dobla y toda lengua confiesa” (Is 45,22).
Hemos oído a Isaías profetizar que habrá un tiempo futuro en que el Señor atraerá a los extranjeros a su monte santo (ver Is 56,6-7). Son palabras que difícilmente se podían entender y aceptar en un ambiente judío que privilegiaba la pertenencia al Pueblo de Dios según el criterio de ser descendiente carnal de Abraham.
Y sin embargo, desde Abraham el Señor revela su voluntad de salvación universal: “Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gén 12,3). Y es constante la afirmación de que algún día todas las naciones deberán reconocer al Dios vivo y verdadero, de lo que es testimonio el Salmo que se nos ha proclamado: “¡Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben!” (67,4).
La Iglesia está llamada a abarcar a todos los hombres, a todos los pueblos, a toda la humanidad. Ya lo había profetizado Isaías: “Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada” (Is 60,3).
Por eso, lo que nos puede llamar la atención del Evangelio de hoy es que pareciera que Jesús restringe su misión a sólo el Pueblo de Israel. ¿Cómo se entienden estas expresiones de Jesús: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” y “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos” (Mt 15,24.26)?
Si leemos estos textos al margen de toda la revelación y sin considerar en toda su verdad el misterio de Cristo, podríamos creer que Jesús piensa que su Padre lo ha enviado sólo a los judíos.
Pero no es así. Son muchos los textos del Evangelio que hacen ver claramente que Cristo quiere abarcar a toda la humanidad.
En efecto, una de las primeras palabras de Jesús en el Evangelio hace referencia a esta universalidad de su misión: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,16-17).
Es por ello que no podemos interpretar los textos de hoy en un sentido distinto al de toda la Escritura y de la Tradición unánime de la Iglesia. Cristo vino a este mundo para hacer realidad la salvación de toda la humanidad según lo anunciado en el Antiguo Testamento.
Cristo se concentra en Israel, porque es el Pueblo de la primera alianza, elegido para que preparara la nueva y definitiva alianza de Dios con los hombres. Toda la historia de Israel tenía como única razón de ser culminar con el nacimiento del Mesías, que es el mismo Jesús, el Salvador del mundo.
Esta concentración de la predicación de Jesús en Israel no es excluyente del anuncio del Evangelio a toda la humanidad. Es precisamente la última y más grande manifestación del amor de Dios por el Pueblo de Israel, para que cumpliera el motivo de haber ser sido elegido: ser bendición para todos los pueblos, “pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29).
Así se pueden entender también las últimas palabras de Jesús en el Evangelio de San Lucas: “Se predicará en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén” (Lc 24,47).
Es por ello que esta actitud y estas palabras duras de Jesús dirigidas a la mujer cananea hay que interpretarlas en el sentido de ser ellas un modo pedagógico, por el cual se intensifica la fe de quien pide insistentemente en la oración, suplicando un milagro al Señor.
La oración de esta mujer nos hace ver que ella, por la fe, ya sabe quién es Jesús: Es el Señor, es el Hijo de David, es decir, el Mesías prometido. Y porque cree, insiste en su oración: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo” (Mt 15,22). Es tanta su insistencia, que los discípulos tienen que decirle al Señor, rogándole: “Atiéndela, que viene detrás gritando” (Mt 15,23).
La aparente sordera del Señor, luego su negativa y finalmente su trato duro son pruebas que fortalecen la fe de la mujer cananea y la hacen perseverar en la confianza de que finalmente será escuchada. De su fe, le dice Jesús: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y vemos cómo la oración hecha con fe en Jesucristo realiza lo que pide: “En aquel momento quedó sanada su hija” (Mt 15,28).
Este Evangelio nos enseña la importancia de la fe, que hay que conservar firme especialmente en los momentos de prueba y de aparente silencio del Señor. Y la necesidad de perseverar en la oración, sobre todo en tiempos de oscuridad, de desolación, de dificultades y también cuando nos vemos abatidos a causa de nuestros propios pecados, caemos en tentación y hemos sido atrapados por las insidias del demonio.
La Palabra de Dios destaca hoy la misión universal de Cristo y de la Iglesia, expresada en las últimas palabras de Jesús en la tierra, antes de subir al cielo: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
La obra redentora de Cristo abarca a todos los hombres, aunque de hecho, estando Él en la tierra, sólo recorrió el pequeño territorio de Israel y anunció el Evangelio a muy pocas personas.
Sin embargo, se dice de Jesús: “Tú compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9). El llevar a Cristo a todos los redimidos por su sangre es la tarea encomendada a la Iglesia y que, con la fuerza del Espíritu Santo, ha realizado desde un comienzo y lo seguirá haciendo infaliblemente hasta la consumación de la historia.
Quienes estamos hoy aquí, celebrando esta Eucaristía somos testimonio vivo de la catolicidad de la Iglesia. En efecto, somos todos gentiles, y, además, Dios ha querido en su Providencia, que fuésemos realmente de distintas razas, lenguas, pueblos y naciones. Esta diversidad es una enorme riqueza cuando se vive en la unidad de Cristo, expresada en la confesión de una misma fe, de unos mismos Sacramentos y de una misma comunión eclesial.
Aprecia esta riqueza y se siente cómodo con ella, quien ya tiene un corazón católico, es decir, un corazón semejante al de Cristo, teniendo entre nosotros sus mismos sentimientos, sus mismas ansias redentoras del mundo entero, queriendo abarcar a todos, “para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2,10-11).
Estamos celebrando la Eucaristía, el Misterio de la fe, la mejor oración que podemos elevar al Padre por Cristo en la unidad del Espíritu Santo. Es el culto grato a Dios ofrecido por la Iglesia a nombre de todos nosotros.
Es aquí donde se expresa y se realiza la catolicidad de la Iglesia, pues “la copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10,16-17).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica