
Se cumplen cinco años del inicio de las manifestaciones con ocasión del aumento en
treinta pesos de la tarifa del Metro de Santiago. Lo que comenzó como una masiva evasión
del pago del pasaje, derivó en protestas, saqueos, incendios y disturbios violentos ya no
solo en la Capital, sino también en el resto del país.
A este movimiento se le llamó “estallido”, palabra que significa “reventar de golpe, con
estruendo”. Algunos lo califican de “social”, otros de “delictual”, pero también se le debe
llamar “revolucionario”. Podemos decir que en el estallido hubo de todo esto.
Podemos llamar “estallido social” al movimiento popular por demandas sociales, que se
expresó en la concentración más grande realizada en Chile con la participación de más de
un millón de personas, que no eran violentistas, ni delincuentes ni revolucionarias, sino
ciudadanos de a pie. Pedían mejorar la educación, el acceso a una buena salud, tener
sueldos suficientes para vivir, pensiones dignas, entres otros. Este anhelo se expresó en el
72% de apruebo en el plebiscito de entrada para una nueva Constitución. El apoyo fue
transversal, abarcando a personas de todas las tendencias políticas y clases sociales.
Pero es evidente que también fue un “estallido delictual”, pues los delincuentes –muy
pocos en comparación con la población total- aprovecharon las circunstancias para
saquear grandes supermercados y tiendas, pequeños negocios de barrios, bancos, incluso
casas particulares. A este inesperado y violento reventar de la criminalidad se le llama
“estallido delictual”.
Sin embargo, la explicación última de lo acontecido hace cinco años es el intento
largamente preparado por la burguesía liberal de iniciar una revolución cultural, social y
política. La palabra “octubrismo” vendría a expresar esta intención de fondo. Significa una
visión diametralmente opuesta a la que ha configurado la nación hasta este momento. Para
mí, dos son los símbolos de esta revolución (definida como “cambio profundo,
generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad
nacional”): la quema de iglesias y la fallida Constitución de 2022.
La quema de iglesias no fue obra del movimiento social ni de los delincuentes, sino que la
intención más o menos consciente de arrancar las raíces cristianas de la sociedad y
sustituirlas por otras totalmente ajenas al alma de Chile.
La propuesta de la Convención de una nueva Constitución era la formalización de la
pretendida revolución marxista, nacida de la burguesía liberal. Los estudios muestran que
el 62 % de rechazo se debió en gran medida al voto de los más pobres y, en el caso de la
Región de La Araucanía, del pueblo mapuche. En cambio, el mayor porcentaje de los votos
del “apruebo” procedió de los jóvenes de la clase alta de Santiago.