
George Orwell (1903 – 1950), un ateo de izquierda, escribió en 1948 una novela de política
ficción titulada “1984”. Conoció los regímenes totalitarios del nazismo y del comunismo, y,
en relación a éste último escribió también “Rebelión en la granja”, novela que denuncia las
atrocidades cometidas por Stalin.
Orwell pronostica que el desarrollo de las ideas conducirá a un futuro sistema de gobierno
que pretenderá controlarlo todo, incluso el pensamiento de los hombres. Será capaz de
lograr que todos piensen y quieran como lo determina el “Gran Hermano”, una impostura
de Dios.
En la novela “1984”, la maquinaria estatal del Partido, a través de sus funcionarios y el uso
de la tecnología, detecta todos los movimientos, palabras y mínimas expresiones de cara,
ojos, cejas, labios… para deducir que algún ciudadano está pensando y queriendo algo
distinto a lo que impone el “Gran Hermano”. A estos pensamientos políticamente
incorrectos, como se dice hoy, se les llama “crimental”, “ideacrimen” y “malpensamiento”.
Son delitos que deben ser castigados.
Lo que parece un absurdo imposible de realización histórica, se está verificando más o
menos no solo en los actuales sistemas totalitarios, sino también en los países
democráticos, en coherencia con sus principios relativistas.
En efecto, acaba de salir la noticia que en Reino Unido se condenó a un hombre por rezar,
solo, de pie y en silencio detrás de un árbol en la vía pública frente a una clínica abortista.
Su motivo era orar por su hijo fallecido en un aborto. Fue condenado a dos años de prisión
condicional y a pagar $11.200.000. Este es el argumento del juez para condenar a este
hombre, según sus propias palabras: “Considero que el acusado podía ser visto por
quienes se encontraban en la zona, que estaba rezando y que su conducta habría sido
perceptible para un observador”. Este hombre, según el juez, cometió un “crimen mental”.
Todavía no se ha llegado hasta el extremo de que el Estado conozca los pensamientos, los
controle y los castigue si no son conformes a los dictados del poder de este mundo. Pero
para allá vamos. Por ahora, se sanciona, al menos socialmente, a quien profiere una
opinión que no es políticamente correcta. Así, por ejemplo, se acusa de “negacionista” a
quien disiente de la verdad oficial o se le cataloga de fanático e intolerante a quien expresa
que el matrimonio verdadero es solo entre un hombre y una mujer.
Ya San Juan Pablo II advertía de este peligro: “Si no existe una verdad última, la cual guía
y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”
(Centesimus annus 46).