
En este último tiempo, la Iglesia ha contemplado los grandes misterios de la fe. Se han sucedido la celebración de la Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor, el envío del Espíritu Santo en Pentecostés con la consiguiente difusión de la Iglesia, el misterio de Dios que siendo uno es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ayer celebrábamos a Jesucristo presente en el Sacramento de la Eucaristía con su Cuerpo y su Sangre.
La Iglesia nos presenta al Corazón de Jesús como síntesis y culminación de toda la revelación de Dios y de su obrar salvífico a favor nuestro.
Cristo es la máxima expresión y realización del amor del Padre por toda la humanidad. Ha sido tanto el amor del Padre por nosotros que nos dio lo más amado, su Hijo unigénito (ver Jn 3,16). Por eso, el mismo Cristo, en obediencia de amor a su Padre, nos amó hasta el extremo de morir por nosotros, pecadores. Dios nos ama para que también nosotros podamos amarle y amar a los hermanos para así alcanzar la plenitud de la alegría. Es por ello que “el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
El símbolo del Corazón de Cristo nos habla de su amor gratuito. Tanto es así que Él nos ama, aunque nosotros no lo amemos: “En eso consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
Recordemos siempre el amor del Señor por nosotros. Sobre todo en los momentos de dolor. El mártir San Maximiliano Kolbe, al ser detenido por los nazis pide una sola cosa a sus compañeros: “No olviden el amor”. Más aún, no olvidemos el amor del Corazón de Jesús especialmente en el pecado, para no desesperar de nuestra conversión y eterna salvación.
La revelación del misterio del amor del Corazón misericordioso de Jesús es para nosotros, que somos pecadores y débiles. Es Él mismo quien nos lo dice: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13) y “vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mt 11,28).
Poner toda nuestra fe, confianza y esperanza en el Corazón de Cristo nos lleva a recibir de Él alegría, paz, consuelo y fortaleza para seguir caminando por este mundo, anunciando con nuestra palabra y nuestro testimonio cristiano cuán grande es el amor de Dios por todos y cada uno de nosotros.
Si hemos recibido la gracia de “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Ef 3,19), tenemos la misión de difundir entre todos este conocimiento que da el definitivo sentido de nuestra existencia y de la cruz. En efecto, por el amor que nos tiene el Señor, “sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28).