
El Papa Francisco publicó hace pocos días una hermosa carta acerca del amor humano y divino de Cristo, titulada en latín “Dilexit nos”, es decir, “nos amó”, citando a San Pablo en su carta a los Romanos: “Cristo nos amó” (8,37).
La carta se centra en el Corazón de Cristo, como símbolo y realización de un amor gratuito, siempre disponible a darse sin medida: “Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad” (1).
El Papa nos invita a una confianza sin límites en el amor del Señor, pues “en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
Hemos de admirarnos del amor de Dios por nosotros, pues, aunque no lo merezcamos o incluso lo rechacemos, Él no deja de amarnos. Y el signo de este amor siempre fiel es el Corazón de Jesús. Con esto se nos indica que la vinculación del Señor con nosotros es viva y personal. Nos conoce y ama a cada uno por su nombre, con toda nuestra historia de gracia y pecado, de alegría y tristeza. Y Él espera de nosotros una respuesta también personal, de corazón a Corazón.
Nuestra relación con Jesucristo no se reduce a cumplir preceptos o realizar ritos. El Señor quiere renovar nuestro corazón por el Espíritu Santo para hacerlo capaz de amar. “Únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor” (27).
Todos experimentamos la incapacidad de amar como quisiéramos, incluso a las personas más cercanas y queridas. Nadie quiere agredir verbal o físicamente a la esposa o esposo, al hijo o a la hija. Pero lo hacemos. Nos duele, nos arrepentimos, pedimos perdón y prometemos sinceramente nunca más hacerlo. Sin embargo, volvemos a caer. Tenemos que decir: “No me entiendo a mí mismo… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,14.19).
Y como San Pablo, podemos preguntarnos: “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rm 7,24). La respuesta la da el Señor: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré” (Mt 11,28).
“Tengamos cuidado: advirtamos que nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Necesitamos el auxilio del amor divino. Acudamos al Corazón de Cristo, ese centro de su ser, que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la mayor plenitud que puede alcanzar lo humano. Allí, en ese Corazón es donde nos reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar” (30).
Invito a leer esta carta, pues hará mucho bien a un mundo herido y necesitado de la misericordia de Dios. El amor del Corazón de Jesús es la respuesta y el remedio al desamor y el odio.