
Si nos quedáramos solo con lo que nos llega a través de las redes, pareciera que todo anduviese mal. Es verdad que no podemos negar la evidencia de la paulatina degradación en muchos ámbitos de la vida social, comenzando por la familia y la educación, continuando con la inseguridad en calles y barrios, y concluyendo con la inestabilidad mundial, agravada ahora con el conflicto de Medio Oriente.
Sin embargo, también es evidente que prevalece en medio de tanto mal, la bondad intrínseca de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (ver Gn 1,26-27). Después de la creación del hombre y de la mujer, “vio Dios cuánto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). El Creador ha dejado la huella de su gloria en la persona, llamada a participar, con su trabajo cotidiano, en el proyecto de la creación. Aunque el pecado de nuestros primeros padres introdujo un profundo desorden en el ser humano y en su comunión con Dios, con los demás y con el resto de las criaturas, todo sigue siendo esencialmente verdadero, bueno y bello.
Esta bondad se expresa en el bien que todos los días y en todos los lugares hacen miles de millones de hombres y mujeres. Es lo que vemos en nuestro propio entorno. Pensemos en cuánto bien hacen familiares, vecinos y amigos nuestros. Ahí están los padres y las madres en su diario afán de llevar adelante a sus hijos y en el esfuerzo de tantos profesores que intentan educar en la verdad y el bien a niños, adolescentes y jóvenes. Todos los días experimentamos la cordialidad de un transeúnte que nos saluda con una sonrisa, o la amabilidad de un dependiente de una tienda comercial o de un servicio público. Y así, tantos otros ejemplos.
Los que hacen daño son una ínfima minoría. Las autoridades deben cumplir su misión de asegurar ambientes seguros, prevenir la delincuencia, sancionar a quienes cometen delitos y procurar su inserción social. Y nosotros debemos devolver bien por mal, viendo en el malhechor a una persona, a quien querer para convertir.
Pero no olvidemos que en nosotros mismos está presente el misterio del pecado. No somos capaces de hacer todo el bien que deberíamos. Con San Pablo, hemos de decir: “Mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7,15). Para renovar nuestro corazón, sanarlo de su debilidad y hacerlo capaz de amar en plenitud, vino Cristo para darnos el Espíritu Santo y así hacernos artífices de justicia y paz.
Solo con Cristo es posible un mundo mejor, pues “esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13). Esta esperanza se refiere ya a este mundo, sabiendo que lo mejor está por venir. Pero también nos habla de una plenitud de vida imperecedera y eterna en el Cielo.