
Cristo “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). San Pablo resume con esta frase su comprensión del misterio de Cristo. Él es el Hijo único del Padre, máxima manifestación del amor divino. En efecto, “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Este Domingo de Ramos, 24 de marzo, damos inicio a la Semana Santa. En ella recordaremos y reviviremos el misterio del amor inconmensurable del Corazón de Cristo por la humanidad pecadora. De este amor se hace eco el Evangelio: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Celebrar Semana Santa es creer de verdad que Jesucristo decide, por nosotros y por nuestra salvación, en obediencia al Padre, dar la vida para darnos vida eterna. Mirar a Cristo en cruz es constatar que, frente a mi pecado, hay un Dios que me ama gratuitamente y me perdona.
En estos días veremos dos ejemplos diametralmente opuestos en confrontación al propio pecado y al perdón de Cristo. Uno es Judas, el otro es Pedro.
Veamos los textos: “Judas, el traidor, viendo que Jesús había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «Pequé entregando sangre inocente.» Ellos dijeron: «A nosotros, ¿qué? Tú verás.» Él tiró las monedas en el Santuario; después se retiró y fue y se ahorcó” (Mt 27,3-5). “Pedro se puso a echar imprecaciones y a jurar: «¡Yo no conozco a ese hombre!» Inmediatamente cantó un gallo. Y Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.» Y, saliendo fuera, lloró amargamente” (Mt 26,74-75).
Los dos se arrepintieron. Pero uno desesperó de la misericordia y del perdón de Dios. El otro, en cambio, se fió del infinito amor de Jesús. Ciertamente todos tendríamos que angustiarnos si no conociésemos la misericordia del Señor. Pero ella nos ha sido revelada. Por eso confesamos: “Creo el perdón de los pecados”. Más aún, tenemos la certeza de ese perdón por medio del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación, según las palabras de Cristo resucitado dirigidas a los Apóstoles: “A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,23)
Esta Semana Santa debe estar marcada por la confianza en Cristo y en su perdón de nuestros pecados. La confianza es fruto de la conciencia de ser hijos amados del Padre misericordioso, que envió a su Hijo y al Espíritu Santo para liberarnos del pecado, para infundirnos su vida divina, hacernos hermanos y darnos en herencia la eternidad del Cielo.