
La Declaración Dignitas infinita afirma: “Otra tragedia que niega la dignidad humana es la que provoca la guerra, hoy como en todos los tiempos: guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos, y tantas afrentas contra la dignidad humana […] van multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una ‘tercera guerra mundial en etapas’. Con su estela de destrucción y dolor, la guerra atenta contra la dignidad humana a corto y largo plazo” (38).
En un mundo en el que no hubiese habido pecado original y en el que la humanidad entera obedeciese a Dios habría paz. Pero a mayor lejanía de los hombres de Dios, mayor posibilidad de la guerra.
Después de la Primera Guerra Mundial se decía vendría la paz, y estalló la Segunda Guerra. Concluida ésta, de nuevo se afirma la llegada de una época pacífica. Pero desde entonces no han parado las guerras en todos los continentes. Se van sucediendo unas a otras. Hoy hay simultáneamente conflictos armados, algunos mediáticos como los de Ucrania y Gaza, y otros que no son noticias en Asia, África y América.
La guerra siempre trae desgracia, dolor y muerte. Las víctimas inocentes son niños, adultos y ancianos. Las secuelas físicas, psicológicas y espirituales perduran por años.
Es por ello que todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras. Pero frente a una agresión injusta, y agotados todos los medios de acuerdo pacífico, a las legítimas autoridades de un país no se les podrá negar el derecho a la legítima defensa, incluyendo la fuerza militar.
Hemos de orar y convertirnos al Señor para que no haya guerras. “En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: «De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate» (Is 2, 4)” (GS 78).
Ya los profetas, hace miles de años, advertían la necesidad de obedecer a Dios para alcanzar el preciado bien de la paz: “Esperábamos la paz, y nada bueno vino: un tiempo de curación, y he aquí temor… el tiempo de curación, y he aquí angustia” (Jer 8,15.14, 19). “Esperábamos la luz, y he aquí las tinieblas… esperábamos el juicio, y no lo hay: la salvación, y está lejos de nosotros” (Is 49, 9-11).
Cristo nos diría hoy: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos” (Lc 19,42). Sólo “Cristo es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (Ef 2,14).