
Unas de las palabras más hermosas en todos los idiomas es “madre-mamá”, “padre-papá”, “hijo-hija”, “hermano-hermana”. Las personas mencionadas con estos nombres son las más importantes en nuestras vidas. La plenitud de cada uno de nosotros está íntimamente vinculada a la calidad de las relaciones interpersonales con quienes compartimos la misma sangre.
La psicología nos hace ver cuánto influye en el hijo lo que pasa con su madre mientras él está siendo gestado en su vientre. Ambientes familiares de confianza, cariñosos, afectuosos y serenos ayudan a configurar una personalidad sana en el niño por nacer. A él le afecta positivamente, aún estando en el vientre materna, la cercanía amorosa de la madre, del padre y de los hermanos. Antes de su nacimiento, el niño distingue la entrañable voz de sus seres queridos que ya lo aman y con ansias esperan su nacimiento.
Al contrario, también está bien estudiado cuánto estresa al niño por nacer ambientes violentos, abusivos y carentes de cariño y confianza. Percibe que hay una voz agresiva, que a él no lo quiere. Le afecta la falta de amor de la mujer y del padre que le han engendrado.
El documento que hemos presentado estos meses, Dignitas infinita, dice: “La Iglesia… se posiciona en contra de la práctica de la maternidad subrogada, mediante la cual el niño, inmensamente digno, se convierte en un mero objeto… La práctica de la maternidad subrogada viola, ante todo, la dignidad del niño. En efecto, todo niño, desde el momento de su concepción, de su nacimiento, y luego al crecer como joven, convitiéndose en adulto, posee una dignidad intangible que se expresa claramente, aunque de manera singular y diferenciada, en cada etapa de su vida. Por tanto, el niño tiene derecho, en virtud de su dignidad inalienable, a tener un origen plenamente humano y no inducido artificialmente, y a recibir el don de una vida que manifieste, al mismo tiempo, la dignidad de quien la da y de quien la recibe. El reconocimiento de la dignidad de la persona humana implica también el reconocimiento de la dignidad de la unión conyugal y de la procreación humana en todas sus dimensiones. En este sentido, el deseo legítimo de tener un hijo no puede convertirse en un «derecho al hijo» que no respete la dignidad del propio hijo como destinatario del don gratuito de la vida.
La práctica de la maternidad subrogada viola, al mismo tiempo, la dignidad de la propia mujer que o se ve obligada a ello o decide libremente someterse. Con esta práctica, la mujer se desvincula del hijo que crece en ella y se convierte en un mero medio al servicio del beneficio o del deseo arbitrario de otros. Esto se contrapone, totalmente, con la dignidad fundamental de todo ser humano y su derecho a ser reconocido siempre por sí mismo y nunca como instrumento para otra cosa” (48-50).