
En esta época nos deseamos un feliz y próspero Año Nuevo. Todo comienzo suscita la esperanza de tiempos mejores y el anhelo de llevar a cabo proyectos de realización personal, de crecer en fraternidad, de ser instrumentos de un mundo en el que haya justicia y paz. En definitiva, resurge con renovada fuerza nuestra innata tendencia a ser felices.
La felicidad es posible en esta vida, pero con limitaciones. La plena y definitiva se dará en el Cielo, para quienes participen por toda la eternidad de la vida de Dios. Esto es así, porque “es feliz el que tiene lo que quiere”, siempre y cuando “lo que quiere sea bueno” (San Agustín). Dios es el Bien y sólo en Él se puede alcanzar la plenitud de la alegría y del gozo.
Toda persona humana busca ser feliz en todo lo que hace. Incluso cuando yo hago el mal, lo que estoy procurando no es el mal en cuanto tal, sino un bien. Robar es malo, aunque la cosa robada sea buena, por ejemplo, un libro o un auto. Mentir es malo, aunque mi intención sea alcanzar un beneficio, por ejemplo, que me den un trabajo. En este caso, mi acto consciente y libre, por tanto responsable, se ha desordenado por mi propia voluntad. Sabiendo que el acto es malo según me dice la conciencia en relación a la verdad, decido de todos modos actuar.
El mal voluntariamente cometido surge de lo más esencial e íntimo de mi ser personal, como es el conocer y el querer, de modo que al mentir, la mentira no queda fuera de mí, sino que me convierte en mentiroso. Lo mismo se dice del robar, acto por el cual soy ladrón. Y por eso así no se puede ser feliz, por más que esa sea mi intención al obrar mal.
La condición para ser feliz y ayudar a ser felices a los demás es procurar conocer la verdad y amar el bien. Si la verdad satisface a la inteligencia, el amor da plenitud al corazón. Amar y saberse amado hace feliz. Esta es la experiencia de todos los que son correspondidos en el amor.
¡Cuánto mayor será la alegría al vivir en el amor de Dios y a Dios! Así nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor” (1723).
¿Queremos un Nuevo Año feliz y próspero para todos? Entonces, “vengan y caminemos a la luz del Señor”, y así todos “de sus espadas harán arados, y de sus lanzas, podaderas. No alzarán la espada gente contra gente, ni se ejercitarán para la guerra” (Is 2,5; 2,4).