
El 20 de junio es el Día Nacional de los Pueblos Indígenas, coincidente con el solsticio de invierno. Esta fecha está relacionada con el Año Nuevo en el hemisferio sur del planeta, celebrado especialmente en nuestra zona por el pueblo mapuche, bajo el nombre “We Tripantu”. Su significación es literalmente “la nueva salida del sol” (we = nueva; tripan = salida; antü = sol). Este es el día más corto y la noche más larga del año. Pero, aunque es comienzo del invierno, día a día habrá más luz, el sol estará más presente ganándole la batalla a la oscuridad y a la noche. Además, lo que parece estar muerto – porque los árboles están sin hojas, sin flores y sin frutos –
resucita en una explosión de vida en primavera y de cosecha abundante en verano.
Todos los pueblos, culturas, etnias y religiones de todo el mundo y de todos los tiempos percibieron que efectivamente en un momento del año la oscuridad, que iba ganando terreno, comienza a retroceder en favor de la luz. Pero también está la experiencia del permanente retorno de un ciclo que parece destinado a un fatalismo sin sentido.
La Palabra de Dios se vale de esta imagen del sol para revelarnos que Jesucristo es la Luz imperecedera que vence el fatalismo del eterno retorno de la muerte, para conducirnos al Reino de la luz que nunca tendrá ocaso: la vida eterna en el Cielo. En efecto, así lo dice el Evangelio: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).
Esta promesa se cumplirá plenamente en el Cielo, según las palabras del Apocalipsis: “Ya no habrá más noche. No tendrán necesidad de luz de lámparas ni de sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos” (22,5). Pero la voluntad de Dios es que también ya en la tierra todos los pueblos, naciones, etnias y culturas reconozcan a Jesucristo como su Señor, rindiéndole culto: “La ciudad no tiene necesidad de que la alumbren el sol ni la luna: la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero. A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra le rendirán su gloria” (Ap 21,23-24).
Esta es la condición para que realmente se establezca la paz definitiva entre los hombres y para que las culturas alcancen su plenitud, despojándose de todo lo que en ellas hay de pecado y de sus negativas consecuencias. El Señor ha prometido que los pueblos “forjarán de sus espadas arados, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más para la guerra” (Is 2,4). Pero para que esta promesa se haga realidad todos los pueblos, naciones, etnias y culturas deben decir: “Caminemos a la luz del Señor” (Is 2,5).