Es un siquiatra chileno, fallecido en 2012, autor de muchos libros, que se convirtió en 1970, y ha escrito el relato de su conversión en su libro. En el Corazón de Cristo. Nos dice así:
Nací en un hogar católico, pero me convertí en agnóstico y librepensador… Pasé brevemente por el partido comunista… Experimenté con drogas y comencé una búsqueda obsesionada por lo sagrado. Leí con pasión los autores esotéricos y herméticos del ocultismo occidental, la metafísica china, los arcanos del tarot y el budismo Zen. Pero me faltaba algo que no sabía ni lograba precisar.
Estando una tarde, que jamás olvidaré, en mi oficina privada de la clínica siquiátrica universitaria, me puse a leer casi por mera curiosidad los Evangelios. En Mateo me enfrenté, podría decir de improviso y a quemarropa, con el pasaje que iba a ser decisivo para el resto de mi vida, la vocación del propio Mateo. Al leer SÍGUEME, sentí una brusca sacudida. Me quedé como petrificado en el SÍGUEME. Era la alegría emocionante de un reencuentro largo tiempo anhelado. Era la irrupción repentina de lo sobrenatural… Sollocé con la pena más hermosa y dulce de toda mi vida: un llanto que brotaba de la raíz misma de mi ser. Como un rayo de luz, que visita de improviso las tinieblas, todo se me hacía más claro. Tenía la sorprendente vivencia de que el Señor a mí me decía: SÍGUEME, SÍGUEME, SÍGUEME. Se repetía la extraña voz en mi interior, con la indescriptible certeza de que, en ese preciso instante, era a mí a quien Jesús llamaba. ¡Era Cristo y era todo! Había sido siempre a ÉL a quien yo buscaba y yo no lo sabía. Me arrodillé y lloré cerca de dos horas con el llanto más puro y más sagrado que puede brotar de mí. Y repetía obsesionado en voz alta: “Eras Tú, Señor, eras Tú…”
Como le ocurrió a Frossard, en un minuto se había trastocado el eje de mi existencia. Había sido ateo y ahora era cristiano para el resto de mi vida. Desde entonces hasta hoy, quedé cautivo en las redes del divino pescador… Nunca me he vuelto a sentir solo. Siempre ha estado Él conmigo, sosteniéndome en los momentos más duros y crueles de mi dolor y de mi prueba. Y ahora sé con indecible alegría y gratitud que jamás me abandonará, porque el encuentro con Él es un encuentro para siempre. Sí, Dios existe, yo también lo encontré. Sólo que no estaba donde yo suponía… Era en lo más profundo de mí mismo, donde habitaba, en lo más íntimo y cercano, en las entrañas de mi propio ser. Desde ese momento, todo me parecía diferente. Mi existencia adquiría un nuevo sentido… Era un camino de amor hacia Dios.