Hermanos en Jesucristo:
Todas las Escrituras hablan de Cristo, sobre todo de su misterio de muerte y resurrección. Así se lo dice Jesús a sus Apóstoles: “«Estas son aquellas palabras mías que les hablé cuando todavía estaba con ustedes: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.»» Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día»” (Lc 24,44-46).
Si toda la Biblia habla de Cristo, es porque en Él está el centro, la razón de ser y la clave de todo el misterio revelado por Dios, la culminación de toda la historia de la salvación y el inicio de los tiempos nuevos y definitivos.
Si la resurrección del Señor es el cumplimiento de todo lo anunciado en el Antiguo Testamento, es también el signo verificador de que todo lo que Jesús dijo de sí mismo es verdad. Y la verdad fundamental revelada por Cristo es que Él, siendo verdadero hombre, es Dios verdadero. Los judíos se dan cuenta de que de eso se trata. Y como ellos no creyeron que Jesús fuese Dios, lo consideran un blasfemo y por ello quieren matarlo. Así se lo hacen saber: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque Tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33).
El Apóstol Tomás, famoso por su incredulidad, da un testimonio único en las Escrituras al constatar su profundo error y tener que reconocer que efectivamente Cristo, habiendo muerto en la Cruz, ahora vive. Y se da cuenta que quien se presenta vivo en medio de los Apóstoles es el mismo que murió crucificado porque reconoce en Cristo los estigmas de la Pasión.
Cristo resucitado es quien le pide a Tomás que vea y toque sus llagas gloriosas: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20,27). Ante la realidad de la presencia física de Jesús, Tomás, viéndolo, confiesa su fe en lo que está más allá del ver con los ojos y el tocar con las manos. En efecto, ahora cree que realmente este hombre es también Dios. Por eso dice a Jesús: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).
Hoy a cada uno de nosotros se anuncia el misterio de Cristo, muerto y resucitado, para tener en Él la salvación, pues todos “estos signos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre” (Jn 20,31).
Y a cada uno de nosotros nos dice Jesús: “No seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20,28). Pidamos al Señor ser contados entre aquellos de quienes se dice: “Dichosos los que sin haber visto, han creído” (Jn 20,29).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica